I de Cuaresma

I domingo de Cuaresma

Éxodo 5,1 - 6,1

En Cristo fuimos tentados, y en él vencimos al diablo

San Agustín

Salmo 60,2-3

Dios mío, escucha mi clamor, atiende a mi súplica. ¿Quién es el que habla? Parece que sea uno solo. Pero veamos si es uno solo: Te invoco desde todos los confines de la tierra con el corazón abatido. Por lo tanto, si invoca desde todos los confines de la tierra, no es uno solo y, sin embargo, es uno solo, porque Cristo es uno solo y todos nosotros somos sus miembros. ¿Y quién es ese único hombre que clama «desde todos los confines de la tierra»? Los que invocan «desde todos los confines de la tierra» son los llamados a aquella herencia, a propósito de la cual se dijo al mismo Hijo: Pídemelo: te daré en herencia las naciones, en posesión los confines de la tierra. De manera que quien clama «desde todos los confines de la tierra» es el cuerpo de Cristo, la heredad de Cristo, la única Iglesia de Cristo, esta unidad que formamos todos nosotros.

Y ¿qué es lo que pide? Lo que he dicho an­tes: Dios mío, escucha mi clamor, atiende a mi súplica. Te invoco desde todos los confines de la tierra. O sea: «Esto que pido, lo pido desde todos los confines de la tierra», es decir, desde todas partes.

Pero, ¿por qué ha invocado así? Porque tenía el corazón abatido. Con ello da a entender que el Señor se halla presente en todos los pueblos y en los hombres del orbe entero, con gran gloria, ciertamente, pero también rodeado de graves tentaciones.

Pues nuestra vida en medio de esta pere­grinación no puede estar sin tentaciones, ya que nuestro progreso se realiza precisamente a través de la tentación, y nadie se conoce a sí mismo si no es tentado, ni puede ser corona­do si no ha vencido, ni vencer si no ha comba­tido, ni combatir si carece de enemigo y de tentaciones.

Éste que invoca desde los confines de la tierra está angustiado, pero no se encuentra abandonado. Porque a nosotros mismos, esto es, a su cuerpo, quiso prefigu­rarnos también en aquel cuerpo suyo en el que ya murió, resucitó y ascendió al cielo, a fin de que sus miembros no desesperen de llegar adonde su cabeza les precedió.

De forma que nos incluyó en sí mismo cuando quiso verse tentado por Satanás. Nos acaban de leer que Jesucristo nuestro Señor se dejó tentar por el demonio. ¡Nada menos que Cristo tentado por el demonio! Pero en Cristo estabas siendo tentado tú, porque Cristo tenía de ti la carne, y de él procedía para ti la salvación; de ti procedía la muerte para él, y de él para ti la vida; de ti para él los ultrajes, y de él para ti los honores; en definitiva, de ti para él la tentación, y de él para ti la victoria.

Si hemos sido tentados en él, también en él vencemos al demonio. ¿Te fijas en que Cristo fue tentado, y no te fijas en que venció? Reco­nócete a ti mismo tentado en él, y reconócete también vencedor en él. Podía haber evitado el demonio; pero si no hubiese sido tentado, no te habría aleccionado para la victoria cuando tú fueras tentado.

Lunes I semana de Cuaresma

Éxodo 6,2-13

Vivamos unos con otros la bondad del Señor

San Gregorio Nacianceno

Sermón sobre el amor a los pobres 14,23-25

Reconoce de dónde te viene que existas, que tengas vida, inteligencia y sabiduría, y, lo que está por encima de todo, que conozcas a Dios, tengas la esperanza del reino de los cielos y aguardes la contemplación de la gloria (ahora, por cierto, de forma enigmática y como en un espejo; pero después de manera más plena y pura); reconoce de dónde te viene que seas hijo de Dios, coheredero de Cristo, y, dicho con toda audacia, que seas, incluso, convertido en Dios. ¿De dónde y por obra de quién te vienen todas estas cosas?

Limitándonos a hallar en las realidades pequeñas que se hallan al alcance de nuestros ojos, ¿de quién procede el don y el beneficio de que puedas contemplar la belleza del cielo, el curso del sol, la órbita de la luna, la muche­dumbre de los astros, y la armonía y el orden que resuenan en todas estas cosas, como en una lira?

¿Quién te ha dado las lluvias, la agricultura, los alimento, las artes, las casas, las leyes, la sociedad, una vida grata y a nivel humano, así como la amistad y familiaridad con aque­llos con quienes te une un verdadero paren­tesco ?

¿A qué se debe que puedas disponer de los animales, en parte como animales domésticos y en parte como alimentos?

¿Quién te ha constituido dueño y señor de todas las cosas que hay en la tierra?

¿Quién ha otorgado al hombre, para no hablar de cada cosa una por una, todo aquello que le hace estar por encima de los demás seres vivientes ?

¿Acaso no ha sido Dios, el mismo que ahora te solicita tu benignidad, por encima de todas las cosas y en lugar de todas ellas? ¿No habría­mos de avergonzarnos, nosotros, que tantos y tan grandes beneficios hemos recibido o esperamos de él, si ni siquiera le pagáramos con esto, con nuestra benignidad? Y si él, que es Dios y Señor, no tiene a menos llamarse nuestro Padre, ¿vamos nosotros a renegar de nuestros hermanos ?

No consintamos, hermanos y amigos míos, en administrar de mala manera lo que por don divino se nos ha concedido, para que no tengamos que escuchar aquellas palabras: Avergonzáos, vosotros, que retenéis lo ajeno, proponeos la imitación de la equidad de Dios, y nadie será pobre.

No nos dediquemos a acumular y guardar dinero, mientras otros tienen que luchar en medio de la pobreza, para no merecer el ataque acerbo y amenazador de las palabras del profeta Amós: Escuchadlo, los que decías: «¿Cuándo pasará la luna nueva para vender el trigo, y el sábado para ofrecer el grano?»

Imitemos aquella suprema y primordial ley de Dios, que hace llover sobre los justos y los pecadores, y hace salir igualmente el sol para todos; al mismo tiempo que pone la tierra, las fuentes, los ríos y los bosques a disposición de todos sus habitantes; el aire se lo entrega a las aves, y las aguas del mar a los peces, y a todos ellos los subsidios para su existencia con toda abundancia, sin que haya autoridad de nadie que los detenga, ni ley que los circunscriba, ni fronteras que los separen; se lo entregó todo en común, con amplitud y abundancia, y sin deficiencia alguna. Así enaltece la uniforme dignidad de la naturaleza con la igualdad de sus dones, y pone de manifiesto las riquezas de su benignidad.

Martes I semana de Cuaresma

Éxodo 6,29 - 7,25

El que da la vida nos enseñó a orar

San Cipriano

Sobre el Padrenuestro 1-3

Los preceptos evangélicos, queridos her­manos, no son otra cosa que las enseñanzas divinas, fundamentos que edifican la espe­ranza, cimientos que corroboran la fe, ali­mentos del corazón, gobernalle del camino, garantía para la obtención de la salvación; y mientras ellos instruyen en la tierra las mentes dóciles de los creyentes, las conducen a los reinos celestiales.

Muchas cosas quiso Dios que dijeran e hicieran oír los profetas, sus siervos: pero cuánto más importantes son las que habla su Hijo, las que atestigua con su propia voz la misma Palabra de Dios, que estuvo presente en los profetas; y ya no pide que se prepare el camino al que viene, sino que es él mismo quien viene abriéndonos y mostrándonos el camino, de modo que los que antes ciegos y abando­nados errábamos en las tinieblas de la muerte, ahora nos viéramos iluminados por la luz de la gracia y alcanzáramos el camino de la vida bajo la guía y dirección del Señor.

El cual, entre todos los demás saludables consejos y divinos preceptos con los que orientó a su pueblo para la salvación, le enseñó tam­bién la manera de orar, y a su vez él mismo le instruyó y aconsejó sobre lo que tenía que pedir. El que da la vida nos enseñó también a orar con la misma benignidad con la que da y otorga todo lo demás, para que fuésemos escuchados con más facilidad cuando nos dirigiésemos al Padre con la misma oración que el Hijo nos enseñó.

Había ya predicho que se acercaba la hora en que los verdaderos adoradores habrían de adorar al Padre en espíritu y verdad, y cumplió lo que antes había prometido, de tal manera que los que habíamos recibido el espíritu y la verdad como consecuencia de su santificación, adoráramos a Dios verdadera y espiritualmente, de acuerdo con sus normas.

¿Pues qué oración más espiritual puede haber que la que nos fue dada por Cristo, por quien nos fue también enviado el Espíritu Santo?, ¿y qué plegaria más verdadera ante el Padre que la que brotó de labios del Hijo que es la verdad? De modo que orar de otra forma no es sólo ignorancia, sino culpa tam­bién, pues él mismo afirmó: Rechazáis el mandamiento de Dios por mantener vuestra tradición.

Oremos, pues, hermanos queridos, como Dios, nuestro maestro, nos enseñó. A Dios le resulta amiga y familiar la oración que se le dirige con sus mismas palabras, la misma oración de Cristo que llega a sus oídos.

Cuando hacemos oración, que el Padre reco­nozca las palabras de su propio Hijo; el mismo que habita dentro del corazón sea el que resue­na en la voz, y cuando le tengamos como abogado por nuestros pecados ante el Padre, al pedir por nuestros delitos, como pecadores que somos, empleemos las mismas pala­bras de nuestro defensor. Pues, si dice que hará lo que pidamos al Padre en su nombre, ¿cuánto más eficaz no será nuestra oración en el nombre de Cristo, si la hacemos, además, con sus propias palabras?

Miércoles I semana de Cuaresma

Éxodo 10,21- 11,10

La circuncisión del corazón

Afraates

Demostración 11, De la circuncisión 11-12

La ley y la alianza fueron transformadas totalmente. Dios cambió el primer pacto, hecho con Adán, e impuso otro a Noé; luego concertó otro también con Abrahán, que cambió para darle uno nuevo a Moisés. Y como la alianza mosaica no era observada, otorgó otra en la última generación, que en adelante ya no habría de cambiarse. Pues a Adán le había impuesto el precepto de que no comiera del árbol de la vida; para Noé hizo aparecer el arco iris sobre las nubes; luego a Abrahán, elegido ya a causa de su fe, le entregó la circuncisión, como señal para la posteridad; Moisés tuvo, a su vez, el cordero pascual, como propiciación para el pueblo.

Y cada uno de estos pactos era diferente de los otros. En efecto, la circuncisión que da por buena aquél que selló los pactos, es la aludida por Jeremías: Quitad el prepucio de vuestros corazones. Y, si se mantuvo firme el pacto que Dios sellara con Abrahán, también éste es firme y fiel, y no podrá añadírsele ninguna otra ley, ya tenga su origen en los que se hallan fuera de la ley, ya en los sometidos a ella.

Dios, en efecto, dio a Moisés una ley con todos sus preceptos y observancias, pero como no la guar­daron, abrogó lo mismo la ley que sus precep­tos; y prometió que daría una alianza nueva que habría de ser distinta de la anterior, por más que no haya, sino un mismo dador de ambas. Y ésta es la alianza que prometió que daría: Todos me conocerán, desde el pequeño al grande. Y en esta alianza ya no hay circuncisión de la carne que sirva de señal del pueblo.

Sabemos con certeza, queridos hermanos, que Dios fue otorgando distintas leyes a lo largo de las varias generaciones, y que dichas leyes estuvieron en vigor mientras a él le plugo y luego quedaron anticuadas, de acuerdo con lo que el Apóstol dice: A través de muchas semejanzas, el reino de Dios fue subsistiendo en cada momento histórico de la antigüedad.

Efectivamente, nuestro Dios es veraz, y sus preceptos fidelísimos; por eso cualquiera de los pactos se mantuvo firme en su tiempo y se comprobó como verdadero, y ahora los que son circuncisos de corazón, viven y se circun­cidan de nuevo en el nuevo Jordán, que es el bautismo de la remisión de los pecados.

Josué, hijo de Nun, circuncidó por segunda vez al pueblo con un cuchillo de piedra, cuando él y su pueblo atravesaron el Jordán; Jesús nuestro Salvador circuncidó por segunda vez con la circuncisión del corazón a todas las gentes que creyeron en él y se purificaron con el bautismo, y lo hizo con la espada de su pa­labra, más tajante que espada de doble filo. Josué, hijo de Nun, hizo pasar al pueblo a la tierra prometida; Jesús, nuestro Salvador, pro­metió la tierra de la vida a todos los que estu­vieran dispuestos a pasar el verdadero Jordán, creyeran y fueran circuncidados en su corazón.

Bienaventurados, pues, quienes fueron cir­cuncidados en el corazón, y volvieron a nacer de las aguas de la segunda circuncisión; éstos serán quienes reciban la herencia junto con Abrahán, guía fiel y padre de todas las gentes, porque su fe se le contó como justificación.

Jueves I semana de Cuaresma

Éxodo 12,1-20

Imitemos el estilo pastoral que empleó el mismo Señor

San Asterio Amaseno.

Homilía 13

Si queréis emular a Dios, puesto que habéis sido creados a su imagen, imitad su ejemplo. Vosotros, que sois cristianos, que con vuestro mismo nombre estáis proclamando la bon­dad, imitad la caridad de Cristo.

Pensad en los tesoros de su benignidad, pues habiendo de venir como hombre a los hombres, envió por delante de Juan a todos los profetas para que indujeran a los hombres a convertirse, volver al camino y vivir una vida fecunda.

Luego se presentó él mismo y clamó ya en nombre propio: Venid a mí, todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os aliviaré. ¿Y cómo acogió a los que escucharon su voz? Les concedió un pronto perdón de sus pecados, y los liberó en un instante de sus ansiedades: la Palabra los hizo santos, el Espíritu los confirmó, el hombre viejo quedó sepultado en el agua, el nuevo hombre surgió y floreció la gracia. ¿Y qué ocurrió a continua­ción? El que había sido enemigo, se convirtió en amigo; el extraño resultó ser hijo; el pro­fano, sagrado y piadoso.

Imitemos aquel estilo pastoral que empleó el mismo Señor; contemplemos los Evangelios; y al ver allí como en un espejo aquel ejemplo de diligencia y benignidad, tratemos de apren­der estas virtudes.

Allí encuentro, bosquejada en las parábolas y en lenguaje metafórico, la imagen del pastor de las cien ovejas, que, cuando una de ellas se aleja del rebaño y vaga errante, no se queda con las otras que se deja­ban apacentar tranquilamente, sino que sale en su busca, atraviesa valles y bosques, sube a las grandes montañas empinadas, y va tras ella con gran esfuerzo de acá para allá por los yermos, hasta que encuentra a la extra­viada.

Y, cuando la encuentra, no la azota ni la empuja hacia el rebaño con vehemencia, sino que se la carga sobre sus hombros, la acaricia y la lleva con las otras, más contento por haberla encontrado que por todas las restan­tes. Pensemos en lo que se esconde tras el velo de esta imagen.

Esta oveja no significa en rigor una oveja cualquiera, ni este pastor un pastor como los demás. En estos ejemplos se contienen realidades sobrenaturales. Nos dan a entender que jamás desesperemos de los hombres ni los demos por perdidos, que no los despreciemos cuando se hallan en peligro, ni seamos remisos en ayudarles, sino que cuando se desvían de la rectitud y yerran, tratemos de hacerles volver al camino, nos congratulemos de su regreso y los reunamos con la muchedumbre de los que siguen vi­viendo justa y piadosamente.

Viernes I semana de Cuaresma

Éxodo 12,21-36

Debemos practicar la caridad fraterna según el ejemplo de Cristo

Beato Aelredo, abad

Espejo de caridad 3,5

Nada nos anima tanto al amor de los enemi­gos, en el que consiste la perfección de la cari­dad fraterna, como la grata consideración de aquella admirable paciencia con la que aquel que era el más bello de los hombres, entregó su atractivo rostro a las afrentas de los impíos, y sometió sus ojos, cuya mirada rige todas las cosas, a ser velados por los inicuos; aquella paciencia con la que presentó su es­palda a la flagelación, y su cabeza, temible para los principados y potestades, a la aspe­reza de las espinas; aquella paciencia con la que se sometió a los oprobios y malos tratos; con la que, en fin, admitió pacientemente la cruz, los clavos, la lanza, la hiel y el vinagre, sin dejar de mantenerse en todo momento suave, manso y tranquilo. En resumen, como cordero fue llevado al matadero, como una oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca.

¿Habrá alguien que al escuchar aquella frase admirable, llena de dulzura, de caridad, de inmutable serenidad: Padre, perdónalos, no se apresure a abrazar con toda su alma a sus enemigos? Padre, dijo, perdónalos. ¿Quedaba algo más de mansedumbre o de caridad que pudiera añadirse a esta petición?

Sin embargo, se lo añadió. Era poco inter­ceder por los enemigos; quiso también excusarlos. Padre, dijo, perdónalos, porque no saben lo que hacen. Son, desde luego, grandes pecadores, pero muy poco perspicaces; por tanto, Padre, perdónalos. Crucifican; pero no saben a quién crucifican, porque si lo hubieran sabido, nunca hubiesen crucificado al Señor de la gloria; por eso, Padre, perdónalos. Piensan que se trata de un prevaricador de la ley, de alguien que se cree presuntuosamente Dios, de un seductor del pueblo. Pero yo les había escondido mi rostro y no pudieron conocer mi majestad; por ello, Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.

En consecuencia, para que el hombre se ame rectamente a sí mismo, procure no dejarse corromper por ningún atractivo mun­dano. Y para no sucumbir ante semejantes inclinaciones, trate de orientar todos sus afectos hacia la suavidad de la naturaleza humana del Señor. Luego, para sentirse sere­nado más perfecta y suavemente con los atrac­tivos de la caridad fraterna, trate de abrazar también a sus enemigos con un verdadero amor.

Y para que este fuego divino no se debi­lite ante las injurias, considere siempre con los ojos de la mente la serena paciencia de su amado Señor y Salvador.

Sábado I semana de Cuaresma

Éxodo 12-37-49; 13,11-16

Las preguntas más radicales del género humano.

Vaticano II

Gaudium et Spes 9-10

El mundo moderno aparece a la vez poderoso y débil, capaz de lo mejor y de lo peor, pues tiene abierto el camino para optar entre la libertad o la esclavitud, entre el progreso o el retroceso, entre la fraternidad o el odio. El hombre sabe muy bien que está en su mano el dirigir correctamente las fuerzas que él ha desencadenado y que pueden aplastarlo o salvarlo. Por ello se interroga a sí mismo.

En realidad, los desequilibrios que fatigan al mundo moderno están conectados con ese otro desequilibrio fundamental que hunde su raíces en el corazón humano.

Son muchos los elementos que se combaten en el propio interior del hombre. A fuer de criatura, el hombre experimenta múltiples limitaciones; se siente, sin embargo, ilimitado en sus deseos y llamado a una vida superior.

Atraído por muchas solicitaciones, tiene que elegir y que renunciar. Más aún, como débil y pecador, no es raro que haga lo que no quiere y deje de hacer lo que querría llevar a cabo. Por ello siente en sí mismo la división, que tantas y tan graves discordias provoca en la sociedad.

Son muchísimos lo que, tarados en su vida por el materialismo práctico, no quieren saber nada de la clara percepción de este dramático estado, o bien, oprimidos por la miseria, no tienen tiempo para ponerse a considerarlo. Muchos piensan hallar su descanso en una interpretación de la realidad, propuesta de múltiples maneras.

Otros esperan del solo esfuerzo humano la verdadera y plena liberación de la humanidad y abrigan el convencimiento de que el futuro reino del hombre sobre la tierra saciará plenamente todos sus deseos.

Y no faltan, por otra parte, quienes, desesperando de poder dar a la vida un sentido exacto, alaban la audacia de quienes piensan que la existencia carece de toda significación propia y se esfuerzan por darle un sentido puramente subjetivo.

Sin embargo, ante la actual evolución del mundo, son cada día más numerosos los que se plantean o los que acometen con nueva penetración las cuestiones fundamentales: ¿Qué es el hom­bre? ¿Cuál es el sentido del dolor, del mal, de la muerte, que, a pesar de tantos pro­gresos, subsisten todavía? ¿Qué valor tienen las victorias logradas a tan caro precio? ¿Qué puede dar el hombre a la sociedad? ¿Qué puede esperar de ella? ¿Qué hay después de esta vida temporal?

Cree la Iglesia que Cristo, muerto y resucitado por todos, da al hombre su luz y su fuerza por el Espíritu Santo, a fin de que pueda responder a su máxima vocación, y que no ha sido dado bajo el cielo a la humanidad otro nombre en el que haya de encontrar la salvación.

Igualmente cree que la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se hallan en su Señor y Maestro.

Afirma, además, la Iglesia, que bajo la superficie de lo cambiante hay muchas cosas permanentes, que tienen su último fundamento en Cristo, quien existe ayer, hoy y para siempre.

Cuaresma

Cuaresma

Miércoles de Ceniza

Isaías 58,1-12

Convertíos

San Clemente Romano

Carta a los Corintios 7,4-8,3; 8,5-9; 13,1-4; 19,2

Fijemos con atención nuestra mirada en la sangre de Cristo, y reconozcamos cuán pre­ciosa ha sido a los ojos de Dios, su Padre, pues, derramada por nuestra salvación, alcanzó la gracia de la penitencia para todo el mundo.

Recorramos todas las generaciones y apren­deremos cómo el Señor, de generación en generación, concedió un tiempo de peniten­cia a los que deseaban convertirse a él. Jonás anunció a los ninivitas la destrucción de su ciudad, y ellos, arrepentidos de sus pecados, pidieron perdón a Dios y, a fuerza de súplicas, alcanzaron la indulgencia, a pesar de no ser del pueblo elegido.

De la penitencia hablaron, inspirados por el Espíritu Santo, los que fueron ministros de la gracia de Dios. Y el mismo Señor de todas las cosas habló también con juramento de la penitencia, diciendo: Por mi vida, oráculo del Señor, juro que no quiero la muerte del malvado, sino que cambie de conducta; y añade aquella hermosa sentencia: Cesad de obrar mal, casa de Israel. Di a los hijos de mi pueblo: «Aunque vuestros pecados lleguen hasta el cielo, aunque sean como púrpura y rojos como escarlata, si os convertís a mí de todo corazón y decís: «Padre», os escucharé como a mi pueblo santo».

Queriendo, pues, el Señor que todos los que él ama tengan parte en la penitencia, lo con­firmó así con su omnipotente voluntad.

Obedezcamos, por tanto, a su magnífico y glorioso designio, e implorando con súplicas su misericordia y benignidad, recurramos a su misericordia y convirtámonos, dejadas a un lado las vanas obras, las contiendas y la envidia que conduce a la muerte.

Seamos, pues, humildes, hermanos, y depo­niendo toda jactancia, ostentación, insensatez y los arrebatos de la ira, cumplamos lo que está escrito, pues lo dice el Espíritu Santo: No se gloríe el sabio de su sabiduría, no se gloríe el fuerte de su fortaleza, no se gloríe el rico de su riqueza; el que se gloríe, que se gloríe en el Señor, para buscarle a él y practicar el derecho y la justicia; especialmente si tenemos presentes las palabras del Señor Jesús, aquellas que pronuncio para enseñarnos la benignidad y la longanimidad.

Dijo, en efecto: Sed misericordiosos, y alcanzaréis misericordia; perdonad, y se os perdonará; como vosotros hagáis, así se os hará a vosotros; dad, y se os dará; no juzguéis, y no os juzgarán; como usareis la benignidad, así la usarán como vosotros; la medida que uséis la usarán con vosotros.

Que estos mandamientos y estos preceptos nos comuniquen firmeza para poder caminar, con toda humildad, en la obediencia de sus santos consejos. Pues dice la Escritura santa: ­­­En ése pondré mis ojos: en el humilde y el abatido, que se estremece ante mis palabras.

Como quiera, pues, que hemos participado de tantos, tan grandes y tan ilustres hechos, emprendamos otra vez la carrera hacia la meta de paz que nos fue anunciada desde el principio y fijemos nuestra mirada en el Padre y Creador del universo, acogiéndonos a los magníficos y sobreabundantes dones y beneficios de su paz.

Jueves después de Ceniza

Éxodo 1,1-22

Purificación por el ayuno y la misericordia

San León Magno

Sermón sobre la Cuaresma 6,1-2

Siempre, hermanos, la misericordia del Señor llena la tierra, y la misma creación natural es para cada fiel verdadero adoctri­namiento que le lleva a la adoración de Dios, ya que el cielo y la tierra, el mar y cuanto en ellos hay, manifiestan la bondad y omnipo­tencia de su autor, y la admirable belleza de todos los elementos que le sirven está pidiendo a la creatura inteligente una acción de gracias.

Pero cuando se avecinan estos días, consa­grados más especialmente a los misterios de la redención de la humanidad, estos días que preceden a la fiesta pascual, se nos exige con más urgencia una preparación y una purifi­cación del espíritu.

Porque es propio de la festividad pascual que toda la Iglesia goce del perdón de los peca­dos, no sólo aquellos que nacen en el sagrado bautismo, sino también aquellos que desde hace tiempo se cuentan ya en el numero de los hijos adoptivos.

Pues si bien los hombres renacen a la vida nueva principalmente por el bau­tismo, como a todos nos es necesario renovarnos cada día de las manchas de nuestra condición pecadora, y no hay nadie que no tenga que ser cada vez mejor en la escala de la perfección, hay que insistir ante todo para que nadie se encuentre bajo el efecto de los viejos vicios el día de la redención.

Por ello en estos días hay que poner especial solicitud y devoción en cumplir aquellas cosas que todos los cristianos deberían realizar en todo tiempo; así viviremos, en santos ayunos, esta Cuaresma de institución apostólica, y precisamente no sólo por el uso menguado de los alimentos, sino sobre todo ayunando de nuestros propios vicios.

Y no hay cosa más útil que unir los ayunos santos y razonables con la limosna, que, bajo la única denominación de misericordia, con­tiene muchas y laudables acciones de piedad, de modo que, aun en medio de situaciones de fortuna desiguales, puedan ser iguales las disposiciones de ánimo de todos los fieles.

Porque el amor, que debemos tanto a Dios como a los hombres, no debe verse nunca impedido hasta tal punto que no podamos realizar libremente lo que es bueno ante Dios y ante nuestros hermanos. Pues de acuerdo con lo que cantaron los ángeles: Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor, el que se compadece caritati­vamente de quienes sufren cualquier cala­midad, no sólo es bienaventurado en virtud de su benevolencia, sino por el bien de la paz.

Las realizaciones del amor pueden ser muy diversas y, así, en razón de esta misma diversidad, todos los buenos cristianos pueden ejercitarse en ellas, no sólo los ricos y pudien­tes, sino incluso los de posición media y aun los pobres; de este modo, quienes son desiguales por su capacidad de hacer limosna son semejantes en el amor y afecto con que la hacen.

Viernes después de Ceniza

Éxodo 2,1-22

La oración es luz del alma

San Juan Crisóstomo

Homilía VI, suplm.

El sumo bien está en la plegaria y en el diá­logo con Dios, porque equivale a una íntima unión con Dios: y así como los ojos del cuerpo se iluminan cuando contemplan la luz, así también el alma dirigida hacia Dios se ilumina con su inefable luz. Una plegaria, por supuesto, que no sea de rutina, sino hecha de corazón; que no esté limitada a un tiempo concreto o a unas horas determinadas, sino que se prolon­gue día y noche sin interrupción.

Conviene, en efecto, que elevemos la mente a Dios no sólo cuando nos dedicamos expresamente a la oración, sino también cuando atendemos a otras ocupaciones, como el cuidado de los pobres o las útiles tareas de la munificencia, en todas las cuales debemos mezclar el anhelo y el recuerdo de Dios, de tal manera que todas nuestras obras, como si estuvieran condimentadas con la sal del amor de Dios, se conviertan en un alimento dulcísimo para el Señor. Pero sólo podremos disfrutar perpetuamente de la abundancia que de Dios brota, si le dedicamos mucho tiempo.

La oración es la luz del alma, el verdadero conocimiento de Dios, la mediadora entre Dios y los hombres. Hace que el alma se eleve hasta el cielo, que abrace a Dios con inefables abrazos apeteciendo, igual que el niño que llora y llama a su madre, la divina leche: expone sus propios deseos y recibe dones mejores que toda la naturaleza visible.

Pues la oración se presenta ante Dios como venerable intermediaria, ensancha el alma y tranquiliza su afectividad. Y me estoy refi­riendo a la oración de verdad, no a las simples palabras. La oración es un deseo de Dios, una inefable piedad, no otorgada por los hombres, sino concedida por la gracia divina, de la que también dice el Apóstol: Nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables.

El don de semejante súplica, cuando Dios lo otorga a alguien, es una riqueza inagotable y un alimento celestial que satura el alma; quien lo saborea se enciende en un deseo indeficiente del Señor, como en un fuego ardiente que inflama su alma.

Cuando quieras reconstruir en ti aquella morada que Dios se edificó en el primer hom­bre, adórnate con la modestia y la humildad, hazte resplandeciente con la luz de la justicia; adorna tu ser con buenas obras, como con oro acrisolado, y embellécelo con la fe y la gran­deza de alma, a manera de muros y piedras; y por encima de todo, como quien pone la cúspide para coronar un edificio, por la ora­ción a fin de preparar a Dios una casa perfecta, y poderle recibir como si fuera una mansión regia y espléndida, ya que, por su gracia, es como si poseyeras su misma imagen colocada en el templo del alma.

Sábado después de Ceniza

Éxodo 3,1-20

La amistad de Dios

San Ireneo

Contra los herejes IV,13,4 - 14,1

Nuestro Señor Jesucristo, Palabra de Dios, comenzó por atraer hacia Dios a los siervos, y luego liberó a los que se le habían sometido, como él mismo dijo a sus discípulos: Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su Señor; a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. Pues la amistad de Dios otorga la inmortalidad a quienes se le apro­ximan.

Al principio, y no porque necesitase del hombre, Dios plasmó a Adán, precisamente para tener en quién depositar sus beneficios. Pues no sólo antes de Adán, sino antes también de cualquier creación, la Palabra glorificaba ya a su Padre, permaneciendo junto a el, y a su vez la Palabra era glorificada por el Padre, como él mismo dijo: Padre, glorifícame cerca de ti, con la gloria que yo tenía cerca de ti, antes que el mundo existiese.

Ni nos mandó que le siguiésemos porque necesitara de nuestro servicio, sino para sal­varnos a nosotros. Porque seguir al Salvador equivale a participar de la salvación; y seguir a la luz es lo mismo que quedar iluminado.

Efectivamente, quienes se hallan en la luz, no son ellos los que iluminan la luz, sino ésta la que los ilumina a ellos; ellos por su parte no le dan nada, mientras, que, en cambio, reciben su beneficio, pues se ven iluminados por ella.

Así sucede con el servir a Dios, que a Dios no le da nada, ya que Dios no tiene necesidad de los servicios humanos; él en cambio otorga la vida, la incorrupción y la gloria eterna a los que le siguen y sirven, con lo que beneficia a los que le sirven por el hecho de servirle, y a los que le siguen por el de seguirle, sin per­cibir por ello beneficio ninguno de parte de ellos: pues él es rico, perfecto y sin indigencia alguna.

Por eso Dios requiere de los hombres que le sirvan, para beneficiar a los que perseveran en su servicio, ya que es bueno y misericor­dioso. Pues en la misma medida en que Dios no carece de nada, el hombre se halla indi­gente de la comunión con Dios.

En esto consiste precisamente la gloria del hombre, en perseverar y permanecer al ser­vicio de Dios. Y por esta razón decía el Señor a sus discípulos: No sois vosotros los que me habéis elegido a mí, soy yo quien os ha elegido, dando a entender que no le glorificaban, al seguirle, sino que por seguir al Hijo de Dios, era éste quien los glorificaba a ellos. Y por esto también dijo: Quiero que éstos estén donde estoy yo, para que contemplen mi gloria.

VII Semana

Domingo, VII semana

Eclesiastés 1,1-18

Sin la caridad, todo es vanidad de vanidades

San Máximo Confesor

Tratados sobre la caridad, Centuria 1, cap. 1,4-5.16-17.23-24.26-28.30-40

La caridad es aquella buena disposición del ánimo que nada antepone al conocimiento de Dios. Nadie que esté subyugado por las cosas terrenas podrá nunca alcanzar esta virtud del amor a Dios.

El que ama a Dios antepone su conocimiento a todas las cosas por él creadas, y todo su deseo y amor tienden continuamente hacia él.

Como sea que todo lo que existe ha sido creado por Dios y para Dios, y Dios es inmensamente superior a sus criaturas, el que dejando de lado a Dios, incomparable­mente mejor, se adhiere a las cosas inferiores demuestra con ello que tiene en menos a Dios que a las cosas por él creadas.

El que me ama –dice el Señor– guardará mis mandamientos. Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros. Por tanto, el que no ama al prójimo no guarda su mandamiento. Y el que no guarda su mandamiento no puede amar a Dios.

Dichoso el hombre que es capaz de amar a todos los hombres por igual.

El que ama a Dios ama también inevitablemente al prójimo; y el que tiene este amor verdadero no puede guardar para sí su dinero, sino que lo reparte según Dios a todos los necesitados.

El que da limosna no hace, a imitación de Dios, discri­minación alguna, en lo que atañe a las necesidades corpo­rales, entre buenos y malos, justos e injustos, sino que reparte a todos por igual, a proporción de las necesidades de cada uno, aunque su buena voluntad le inclina a pre­ferir a los que se esfuerzan en practicar la virtud, más bien que a los malos.

La caridad no se demuestra solamente con la limosna, sino, sobre todo, con el hecho de comunicar a los demás las enseñanzas divinas y prodigarles cuidados corporales.

El que, renunciando sinceramente y de corazón a las cosas de este mundo, se entrega sin fingimiento a la prác­tica de la caridad con el prójimo pronto se ve liberado de toda pasión y vicio, y se hace partícipe del amor y del conocimiento divinos.

El que ha llegado a alcanzar en sí la caridad divina no se cansa ni decae en el seguimiento del Señor, su Dios, según dice el profeta Jeremías, sino que soporta con for­taleza de ánimo todas las fatigas, oprobios e injusticias, sin desear mal a nadie.

No digáis –advierte el profeta Jeremías–: «Somos tem­plo del Señor». no digas tampoco: «La sola y escueta fe en nuestro Señor Jesucristo puede darme la salvación». Ello no es posible si no te esfuerzas en adquirir también la caridad para con Cristo, por medio de tus obras. Por lo que respecta a la fe sola, dice la Escritura: También los demonios creen y tiemblan.

El fruto de la caridad consiste en la beneficencia since­ra y de corazón para con el prójimo, en la liberalidad y la paciencia; y también en el recto uso de las cosas.

Lunes, VII semana

Eclesiastés 2,1-3.12-26

El sabio tiene sus ojos puestos en la cabeza

San Gregorio de Nisa

Homilías sobre el libro del Eclesiastés 5

Si el alma eleva sus ojos a su cabeza, que es Cristo, se­gún la interpretación de Pablo, habrá que considerarla dichosa por la penetrante mirada de sus ojos, ya que los tiene puestos allí donde no existen las tinieblas del mal. El gran Pablo y todos los que tuvieron una grandeza se­mejante a la suya tenían los ojos fijos en su cabeza, así como todos los que viven, se mueven y existen en Cristo.

Pues, así como es imposible que el que está en la luz vea tinieblas, así también lo es que el que tiene los ojos puestos en Cristo los fije en cualquier cosa vana. Por tanto, el que tiene los ojos puestos en la cabeza, y por ca­beza entendemos aquí al que es principio de todo, los tiene puestos en toda virtud (ya que Cristo es la virtud perfec­ta y totalmente absoluta), en la verdad, en la justicia, en la incorruptibilidad, en todo bien. Porque el sabio tiene sus ojos puestos en la cabeza, mas el necio camina en tinie­blas. El que no pone su lámpara sobre el candelero, sino que la pone bajo el lecho, hace que la luz sea para él ti­nieblas.

Por el contrario, cuantos hay que viven entregados a la lucha por las cosas de arriba y a la contemplación de las cosas verdaderas, y son tenidos por ciegos e inútiles, como es el caso de Pablo, que se gloriaba de ser necio por Cristo. Porque su prudencia y sabiduría no consistía en las cosas que retienen nuestra atención aquí abajo. Por esto dice: Nosotros, unos necios por Cristo, que es lo mis­mo que decir: «Nosotros somos ciegos con relación a la vida de este mundo, porque miramos hacia arriba y te­nemos los ojos puestos en la cabeza». Por esto vivía privado de hogar y de mesa, pobre, errante, desnudo, pa­deciendo hambre y sed.

¿Quién no lo hubiera juzgado digno de lástima, viéndo­lo encarcelado, sufriendo la ignominia de los azotes, vién­dolo entre las olas del mar al ser la nave desmantelada, viendo cómo era llevado de aquí para allá entre cadenas? Pero, aunque tal fue su vida entre los hombres, él nunca dejó de tener los ojos puestos en la cabeza, según aque­llas palabras suyas: ¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo: ¿la aflicción?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada? Que es como si dijese: «¿Quién apartará mis ojos de la cabeza y hará que los ponga en las cosas que son despreciables?»

A nosotros nos manda hacer lo mismo, cuando nos ex­horta a aspirar a los bienes de arriba, lo que equivale a decir «tener los ojos puestos en la cabeza».

Martes, VII semana

Eclesiastés 3,1-22

Tiene su tiempo el nacer y su tiempo el morir

San Gregorio de Nisa

De las homilías sobre el libro del Eclesiastés 6

Tiene su tiempo –leemos– el nacer y su tiempo el mo­rir. Bellamente comienza yuxtaponiendo estos dos hechos inseparables, el nacimiento y la muerte. Después del na­cimiento, en efecto, viene inevitablemente la muerte, ya que toda nueva vida tiene por fin necesario la disolución de la muerte.

Tiene su tiempo –dice– el nacer y su tiempo el morir. ¡Ojalá se me conceda también a mí el nacer a su tiempo y el morir oportunamente! Pues nadie debe pensar que el Eclesiastés habla aquí del nacimiento involuntario y de la muerte natural, como si en ello pudiera haber algún mé­rito. Porque el nacimiento no depende de la voluntad de la mujer, ni la muerte del libre albedrío del que muere. Y lo que no depende de nuestra voluntad no puede ser llamado virtud ni vicio. Hay que entender esta afirmación, pues, del nacimiento y muerte oportunos.

Según mi entender, el nacimiento es a tiempo y no abortivo cuando, como dice Isaías, aquel que ha concebido del temor de Dios engendra su propia salvación con los dolores de parto del alma. Somos, en cierto modo, padres de nosotros mismos cuando, por la buena disposición de nuestro espíritu y por nuestro libre albedrío, nos formamos a nosotros mismos, nos engendramos, nos damos a luz.

Esto hacemos cuando aceptamos a Dios en nosotros, hechos hijos de Dios, hijos de la virtud, hijos del Altísimo. Por el contrario, nos damos a luz abortivamente y nos hacemos imperfectos y nacidos fuera de tiempo cuando no está formada en nosotros lo que el Apóstol llama la forma de Cristo. Conviene, por tanto, que el hombre de Dios sea íntegro y perfecto.

Así, pues, queda claro de qué manera nacemos a su tiempo y, en el mismo sentido, queda claro también de qué manera morimos a su tiempo y de qué manera, para san Pablo, cualquier tiempo era oportuno para una bue­na muerte. Él, en efecto, en sus escritos, exclama a modo de conjuro: Por el orgullo que siento por vosotros, cada día estoy al borde de la muerte, y también: Por tu causa nos degüellan cada día. Y también nosotros nos hemos enfrentado con la muerte.

No se nos oculta, pues, en qué sentido Pablo estaba cada día al borde de la muerte: él nunca vivió para el pe­cado, mortificó siempre sus miembros carnales, llevó siem­pre en sí mismo la mortificación del cuerpo de Cristo, estuvo siempre crucificado con Cristo, no vivió nunca para sí mismo, sino que Cristo vivía en él. Ésta, a mi jui­cio, es la muerte oportuna, la que alcanza la vida verda­dera.

Yo –dice el Señor– doy la muerte y la vida, para que estemos convencidos de que estar muertos al pecado y vivos en el espíritu es un verdadero don de Dios. Porque el oráculo divino nos asegura que es él quien, a través de la muerte, nos da la vida.

Miércoles, VII semana

Eclesiastés 5,9 - 6,8

Buscad los bienes de arriba

San Jerónimo

Comentario sobre el Eclesiastés

Si a un hombre le concede Dios bienes y riquezas y ca­pacidad de comer de ellas, de llevarse su porción y dis­frutar de sus trabajos, eso sí que es don de Dios. No pen­sará mucho en los años de su vida si Dios le concede ale­gría interior. Lo que se afirma aquí es que, en compara­ción de aquel que come de sus riquezas en la oscuridad de sus muchos cuidados y reúne con enorme cansancio bie­nes perecederos, es mejor la condición del que disfruta de lo presente. Éste, en efecto, disfruta de un placer, aunque pequeño; aquél, en cambio, sólo experimenta grandes preocupaciones. Y explica el motivo por qué es un don le Dios el poder disfrutar de las riquezas: No pensará mucho en los años de su vida.

Dios, en efecto, hace que se distraiga con alegría de co­razón: no estará triste, sus pensamientos no lo molestarán, absorto como está por la alegría y el goce presente. Pero es mejor entender esto, según el Apóstol, de la comi­da y bebida espirituales que nos da Dios, y reconocer la bondad de todo aquel esfuerzo, porque se necesita gran trabajo y esfuerzo para llegar a la contemplación de los bienes verdaderos. Y ésta es la suerte que nos pertenece: alegrarnos de nuestros esfuerzos y fatigas. Lo cual, aun­que es bueno, sin embargo no es aún la bondad total, has­ta que aparezca Cristo, vida nuestra.

Toda la fatiga del hombre es para la boca, y el estó­mago no se llena. ¿Qué ventaja le saca el sabio al necio, o al pobre el que sabe manejarse en la vida?. Todo aquello por lo cual se fatigan los hombres en este mundo se con­sume con la boca y, una vez triturado por los diente, pasa al vientre para ser digerido. Y el pequeño placer que causa a nuestro paladar dura tan sólo el momento en que pasa por nuestra garganta.

Y, después de todo esto, nunca se sacia el alma del que come: ya porque vuelve a desear lo que ha comido (y tan­to el sabio como el necio no pueden vivir sin comer, y el pobre sólo se preocupa de cómo podrá sustentar su débil organismo para no morir de inanición), ya porque el alma ningún provecho saca de este alimento corporal, y la comida es igualmente necesaria para el sabio que para el necio, y allí se encamina el pobre donde adivina que ha­llará recursos.

Es preferible entender estas afirmaciones como referi­das al hombre eclesiástico, el cual, instruido en las Escrituras santas, se fatiga para la boca, y el estómago no se llena, porque siempre desea aprender más. Y en esto sí que el sabio aventaja al necio; porque, sintiéndose pobre (aquel pobre que es proclamado dichoso en el Evangelio), trata de comprender aquello que pertenece a la vida, anda por el camino angosto y estrecho que lleva a la vida, es pobre en obras malas y sabe dónde habita Cristo, que es la vida.

Jueves, VII semana

Eclesiastés 6,12 - 7,29

La insondable profundidad de Dios

San Columbano

Instrucción 1, sobre la fe 3-5

Dios está en todas partes, es inmenso y está cerca de todos, según atestigua de sí mismo: Yo soy –dice–un Dios de cerca, no de lejos. El Dios que buscamos no está lejos de nosotros, ya que está dentro de nosotros, si somos dignos de esta presencia. Habita en nosotros como el alma en el cuerpo, a condición de que seamos miembros sanos de él, de que estemos muertos al pecado. Entonces habita verdaderamente en nosotros aquel que ha dicho: Habitaré y caminaré con ellos. Si somos dignos de que él esté en nosotros, entonces somos realmente vivificados por él, como miembros vivos suyos: Pues en él –como dice el Apóstol– vivimos, nos movemos y existimos.

¿Quién, me pregunto, será capaz de penetrar en el co­nocimiento del Altísimo, si tenemos en cuenta lo inefable e incomprensible de su ser? ¿Quién podrá investigar las profundidades de Dios? ¿Quién podrá gloriarse de co­nocer al Dios infinito que todo lo llena y todo lo rodea, que todo lo penetra y todo lo supera, que todo lo abarca y todo lo trasciende? A Dios nadie lo ha visto jamás tal cual es. Nadie, pues, tenga la presunción de preguntarse sobre lo indescifrable de Dios, qué fue, cómo fue, quién fue. Éstas son cosas inefables, inescrutables, impenetra­bles; limítate a creer con sencillez, pero con firmeza, que Dios es y será tal cual fue, porque es inmutable.

¿Quién es, por tanto, Dios? El Padre, el Hijo, y el Espí­ritu Santo son un solo Dios. No indagues más acerca de Dios; porque los que quieren saber las profundidades insondables deben antes considerar las cosas de la natu­raleza. En efecto, el conocimiento de la Trinidad divi­na se compara, con razón, a la profundidad del mar, según aquella expresión del Eclesiastés: Lo que existe es remoto y muy oscuro, ¿quién lo averiguará? Porque, del mismo modo que la profundidad del mar es impenetra­ble a nuestros ojos, así también la divinidad de la Trini­dad escapa a nuestra comprensión. Y, por esto, insisto, si alguno se empeña en saber lo que debe creer, no piense que lo entenderá mejor disertando que creyendo; al con­trario, al ser buscado, el conocimiento de la divinidad se alejará más aún que antes de aquel que pretenda con­seguirlo.

Busca, pues, el conocimiento supremo, no con disquisi­ciones verbales, sino con la perfección de una buena con­ducta; no con palabras, sino con la fe que procede de un corazón sencillo y que no es fruto de una argumentación basada en una sabiduría irreverente. Por tanto, si buscas mediante el discurso racional al que es inefable, te queda­rás muy lejos, más de lo que estabas; pero, si lo buscas me­diante la fe, la sabiduría estará a la puerta, que es donde tiene su morada, y allí será contemplada, en parte por lo 3nenos. Y también podemos realmente alcanzarla un poco cuando creemos en aquel que es invisible, sin compren­derlo; porque Dios ha de ser creído tal cual es, invisible, aunque el corazón puro pueda, en parte, contemplarlo.

Viernes, VII semana

Eclesiastés 8,5 - 9,10

Mi corazón se alegra en el Señor

San Gregorio de Agrigento

Comentario sobre el Eclesiastés 8,6

Anda, come tu pan con alegría y bebe contento tu vino, porque Dios ya ha aceptado tus obras.

Si queremos explicar estas palabras en su sentido obvio e inmediato, diremos, con razón, que nos pare­ce justa la exhortación del Eclesiastés, de que, llevando un género de vida sencillo y adhiriéndonos a las ense­ñanzas de una fe recta para con Dios, comamos nuestro pan con alegría y bebamos contentos nuestro vino, evi­tando toda maldad en nuestras palabras y toda sinuosi­dad en nuestra conducta, procurando, por el contrario, hacer objeto de nuestros pensamientos todo aquello que es recto, y procurando, en cuanto nos sea posible, soco­rrer a los necesitados con misericordia y liberalidad; es decir, entregándonos a aquellos afanes y obras en que Dios se complace.

Pero la interpretación mística nos eleva a considera­ciones más altas y nos hace pensar en aquel pan celestial y místico, que baja del cielo y da la vida al mundo; y nos enseña asimismo a beber contentos el vino espiritual, aquel que manó del costado del que es la vid verdadera, en el tiempo de su pasión salvadora. Acerca de los cua­les dice el Evangelio de nuestra salvación: Jesús tomó pan, dio gracias, y dijo a sus santos discípulos y apóstoles: «Tomad y comed, esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros para el perdón de los pecados». Del mismo modo, tomó el cáliz, y dijo: «Bebed todos de él, éste es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados». En efecto, los que comen de este pan y beben de este vino se llenan verdadera­mente de alegría y de gozo y pueden exclamar: Has pues­to la alegría en nuestro corazón.

Además, la Sabiduría divina en persona, Cristo, nues­tro salvador, se refiere también, creo yo, a este pan y este vino, cuando dice en el libro de los Proverbios: Venid a comer de mi pan y a beber el vino que he mezclado, indicando la participación sacramental del que es la Pala­bra. Los que son dignos de esta participación tienen en toda sazón sus ropas, es decir, las obras de la luz, blan­cas como la luz, tal como dice el Señor en el Evangelio: Alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo. Y tampoco faltará nunca sobre su cabeza el ungüento rebosante, es decir, el Espíritu de la verdad, que los protegerá y los preservará de todo pecado.

Sábado, VII semana

Eclesiastés 11,7 - 12,13

Contemplad al Señor, y quedaréis radiantes

San Gregorio de Agrigento

Comentario sobre el Eclesiastés 10,2

Dulce es la luz, como dice el Eclesiastés, y es cosa muy buena contemplar con nuestros ojos este sol visible. Sin la luz, en efecto, el mundo se vería privado de su belle­za, la vida dejaría de ser tal. Por esto, Moisés, el vidente de Dios. había dicho ya antes: Y vio Dios que la luz era buena. Pero nosotros debemos pensar en aquella magna, ver­dadera y eterna luz que viniendo a este mundo alumbra a todo hombre, esto es, Cristo, salvador y redentor del mun­do, el cual, hecho hombre, compartió hasta lo último la condición humana; acerca del cual dice el salmista: Can­tad a Dios, tocad en su honor, alfombrad el camino del que avanza por el desierto; su nombre es el Señor: ale­graos en su presencia.

Aplica a la luz el apelativo de dulce, y afirma ser cosa buena el contemplar con los propios ojos el sol de la glo­ria, es decir, á aquel que en el tiempo de su vida mortal dijo: Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida. Y también: El juicio consiste en esto: que la luz vino al mundo. Así, pues, al hablar de esta luz solar que vemos con nuestros ojos corporales, anunciaba de antemano al Sol de justi­cia, el cual fue, en verdad, sobremanera dulce para aque­llos que tuvieron la dicha de ser instruidos por él y de contemplarlo con sus propios ojos mientras convivía con los hombres, como otro hombre cualquiera, aunque, en realidad, no era un hombre como los demás. En efecto, era también Dios verdadero, y, por esto, hizo que los ciegos vieran, que los cojos caminaran, que los sordos oyeran, limpió a los leprosos, resucitó a los muertos con el solo imperio de su voz.

Pero, también ahora, es cosa dulcísima fijar en él los ojos del espíritu, y contemplar y meditar interiormente su pura y divina hermosura y así, mediante esta comunión y este consorcio, ser iluminados y embellecidos, ser colma­dos de dulzura espiritual, ser revestidos de santidad, ad­quirir la sabiduría y rebosar, finalmente, de una alegría divina que se extiende a todos los días de nuestra vida presente. Esto es lo que insinuaba el sabio Eclesiastés, cuando decía: Si uno vive muchos anos, que goce de todos ellos. Porque realmente aquel Sol de justicia es fuente de toda alegría para los que lo miran; refiriéndose a él, dice el salmista: Gozan en la presencia de Dios, rebosando de alegría; y también: Alegraos, justos, en el Señor, que me­rece la alabanza de los buenos.

VI Semana

Domingo, VI semana

Proverbios 1,1-7.20-33

La palabra de Dios, fuente inagotable de vida

San Efrén

Sobre el Diatéseron 1,18-19

¿Quién hay capaz, Señor, de penetrar con su mente una sola de tus frases? Como el sediento que bebe de la fuente, mucho más es lo que dejamos que lo que toma­mos. Porque la palabra del Señor presenta muy diversos aspectos, según la diversa capacidad de los que la estu­dian. El Señor pintó con multiplicidad de colores su palabra, para que todo el que la estudie pueda ver en ella lo que más le plazca. Escondió en su palabra variedad de tesoros, para que cada uno de nosotros pudiera enriquecerse en cualquiera de los puntos en que concentrara su reflexión.

La palabra de Dios es el árbol de vida que te ofrece el fruto bendito desde cualquiera de sus lados, como aquella roca que se abrió en el desierto y manó de todos lados una bebida espiritual. Comieron—dice el Apóstol—el mismo alimento espiritual y bebieron la misma bebida es­piritual.

Aquel, pues, que llegue a alcanzar alguna parte del tesoro de esta palabra no crea que en ella se halla sola­mente lo que él ha hallado, sino que ha de pensar que, de las muchas cosas que hay en ella, esto es lo único que ha podido alcanzar. Ni por el hecho de que esta sola parte ha podido llegar a ser entendida por él, tenga esta pala­bra por pobre y estéril y la desprecie, sino que, conside­rando que no puede abarcarla toda, dé gracias por la ri­queza que encierra. Alégrate por lo que has alcanzado, sin entristecerte por lo que te queda por alcanzar. El sediento se alegra cuando bebe y no se entristece porque no puede agotar la fuente. La fuente ha de vencer tu sed, pero tu sed no ha de vencer la fuente, porque, si tu sed queda saciada sin que se agote la fuente, cuando vuelvas a te­ner sed podrás de nuevo beber de ella; en cambio, si al saciarse tu sed se secara también la fuente, tu victoria sería en perjuicio tuyo.

Da gracias por lo que has recibido y no te entristezcas por la abundancia sobrante. Lo que has recibido y conse­guido es tu parte, lo que ha quedado es tu herencia. Lo que, por tu debilidad, no puedes recibir en un determina­do momento lo podrás recibir en otra ocasión, si perse­veras. Ni te esfuerces avaramente por tomar de un solo sorbo lo que no puede ser sorbido de una vez, ni desis­tas por pereza de lo que puedes ir tomando poco a poco.

Lunes, VI semana

Proverbios 3,1-20

Hay que buscar la sabiduría

San Bernardo

Sermón 15 sobre diversas materias

Trabajemos para tener el manjar que no se consume: trabajemos en la obra de nuestra salvación. Trabajemos en la viña del Señor, para hacernos merecedores del dena­rio cotidiano. Trabajemos para obtener la sabiduría, ya que ella afirma: Los que trabajan para alcanzarme no pecarán. El campo es el mundo –nos dice aquel que es la Verdad–; cavemos en este campo; en él se halla escondido un tesoro que debemos desenterrar. Tal es la sabiduría, que ha de ser extraída de lo oculto. Todos la buscamos, todos la deseamos.

Si queréis preguntar –dice la Escritura–, preguntad, convertíos, venid. ¿Te preguntas de dónde te has de con­vertir? Refrena tus deseos, hallamos también escrito. Pero, si en mis deseos no encuentro la sabiduría –dices–, ¿dónde la hallaré? Pues mi alma la desea con vehemencia, y no me contento con hallarla, si es que llego a hallarla, sino que echo en mi regazo una medida generosa, colma­da, remecida, rebosante. Y esto con razón. Porque, di­choso el que encuentra sabiduría, el que alcanza inteligencia. Búscala, pues, mientras puede ser encontrada; invócala, mientras está cerca.

¿Quieres saber cuán cerca está? La palabra está cerca de ti: la tienes en los labios y en el corazón; sólo a condi­ción de que la busques con un corazón sincero. Así es como encontrarás la sabiduría en tu corazón, y tu boca estará llena de inteligencia, pero vigila que esta abundancia de tu boca no se derrame a manera de vómito.

Si has hallado la sabiduría, has hallado la miel; procu­ra no comerla con exceso, no sea que, harto de ella, la vomites. Come de manera que siempre quedes con ham­bre. Porque dice la misma sabiduría: El que me come ten­drá más hambre. No tengas en mucho lo que has alcan­zado; no te consideres harto, no sea que vomites y pierdas así lo que pensabas poseer, por haber dejado de buscar antes de tiempo. Pues no hay que desistir en esta bús­queda y llamada de la sabiduría, mientras pueda ser ha­llada, mientras esté cerca. De lo contrario, como la miel daña –según dice el Sabio– a los que comen de ella en demasía, así el que se mete a escudriñar la majestad será oprimido por su gloria.

Del mismo modo que es dichoso el que encuentra sabiduría, así también es dichoso, o mejor, más dichoso aún, el hombre que piensa en la sabiduría; esto seguramente se refiere a la abundancia de que hemos hablado antes.

En estas tres cosas se conocerá que tu boca está llena en abundancia de sabiduría o de prudencia: si confiesas de palabra tu propia iniquidad, si de tu boca sale la acción de gracias y la alabanza y si de ella salen también pala­bras de edificación. En efecto, por la fe del corazón lle­gamos a la justificación, y por la profesión de los labios, a la salvación. Y además, lo primero que hace el justo al hablar es acusarse a si mismo: y así, lo que debe hacer en segundo lugar es ensalzar a Dios, y en tercer lugar (si a tanto llega la abundancia de su sabiduría) edificar al prójimo.

Martes, VI semana

Proverbios 8,1-5.12-36

El conocimiento del Padre por medio de la Sabiduría creadora y hecha carne

San Atanasio

Contra los arrianos, sermón 2,78.81-82

La Sabiduría unigénita y personal de Dios es creadora y hacedora de todas las cosas. Todo –dice, en efecto, el salmo– lo hiciste con sabiduría, y también: La tierra está llena de tus criaturas. Pues, para que las cosas creadas no sólo existieran, sino que también existieran debidamente, quiso Dios acomodarse a ellas por su Sabiduría, imprimiendo en todas ellas en conjunto y en cada una en particular cierta similitud e imagen de sí mismo, con lo cual se hiciese patente que las cosas creadas están em­bellecidas con la Sabiduría y que las obras de Dios son dignas de él.

Porque, del mismo modo que nuestra palabra es ima­gen de la Palabra, que es el Hijo de Dios, así también la sabiduría creada es también imagen de esta misma Pala­bra, que se identifica con la Sabiduría; y así, por nuestra facultad de saber y entender, nos hacemos idóneos para recibir la Sabiduría creadora y, mediante ella, podemos conocer a su Padre. Pues, quien posee al Hijo –dice la Escritura– posee también al Padre, y también: El que me recibe recibe al que me ha enviado. Por tanto, ya que existe en nosotros y en todos una participación creada de esta Sabiduría, con toda razón la verdadera y creado­ra Sabiduría se atribuye las propiedades de los seres, que tienen en sí una participación de la misma, cuando dice: El Señor me creó al comienzo de sus obras.

Mas, como, en la sabiduría de Dios, según antes hemos explicado, el mundo no lo conoció por el camino de la sabiduría, quiso Dios valerse de la necedad de la predica­ción, para salvar a los creyentes. Porque Dios no quiso ya ser conocido, como en tiempos anteriores, a través de la imagen y sombra de la sabiduría existente en las cosas creadas, sino que quiso que la auténtica Sabiduría tomara carne, se hiciera hombre y padeciese la muerte de cruz, para que, en adelante, todos los creyentes pudieran salvarse por la fe en ella.

Se trata, en efecto, de la misma Sabiduría de Dios, que antes, por su imagen impresa en las cosas creadas (razón por la cual se dice de ella que es creada), se daba a cono­cer a sí misma y, por medio de ella, daba a conocer a su Padre. Pero, después esta misma Sabiduría, que es tam­bién la Palabra, se hizo carne, como dice san Juan, y, habiendo destruido la muerte y liberado nuestra raza, se reveló con más claridad a sí misma y, a través de sí mis­ma, reveló al Padre; de ahí aquellas palabras suyas: Haz que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu en­viado, Jesucristo

De este modo, toda la tierra está llena de su conoci­miento. En efecto, uno solo es el conocimiento del Padre a través del Hijo, y del Hijo por el Padre; uno solo es e] gozo del Padre y el deleite del Hijo en el Padre, según aquellas palabras: Yo era su encanto cotidiano, todo el tiempo jugaba en su presencia.

Miércoles, VI semana

Proverbios 9,1-18

La sabiduría de Dios nos mezcló su vino y puso su mesa

Procopio de Gaza

Comentario sobre los Proverbios 9

La Sabiduría se ha construido su casa. La Potencia personal de Dios Padre se preparó como casa propia todo el universo, en el que habita por su poder, y también lo preparó para aquel que fue creado a imagen y semejanza de Dios y que consta de una naturaleza en parte visible y en parte invisible.

Plantó siete columnas. Al hombre creado de nuevo en Cristo, para que crea en él y observe sus mandamientos, le ha dado los siete dones del Espíritu Santo; con ellos, estimulada la virtud por el conocimiento y recíprocamen­te manifestado el conocimiento por la virtud, el hombre espiritual llega a su plenitud, afianzado en la perfección de la fe por la participación de los bienes espirituales.

Y así, la natural nobleza del espíritu humano queda elevada por el don de fortaleza, que nos predispone a bus­car con fervor y a desear los designios divinos, según los cuales ha sido hecho todo; por el don de consejo, que nos da discernimiento para distinguir entre los falsos y los verdaderos designios de Dios, increados e inmortales, y nos hace meditarlos y profesarlos de palabra al darnos la capacidad de percibirlos; y por el don de entendimien­to, que nos ayuda a someternos de buen grado a los verda­deros designios de Dios y no a los falsos.

Ha mezclado el vino en la copa y puesto la mesa. Y en el hombre que hemos dicho, en el cual se hallan mezcla­dos como en una copa lo espiritual y lo corporal, la Po­tencia personal de Dios juntó a la ciencia natural de las cosas el conocimiento de ella como creadora de todo; y este conocimiento es como un vino que embriaga con las cosas que atañen a Dios. De este modo, alimentando a las almas en la virtud por sí misma, que es el pan celes­tial, y embriagándolas y deleitándolas con su instrucción, dispone todo esto a manera de alimentos destinados al banquete espiritual, para todos los que desean participar del mismo.

Ha despachado a sus criados para que anuncien el ban­quete. Envió a los apóstoles, siervos de Dios, encargados de la proclamación evangélica, la cual, por proceder del Espíritu, es superior a la ley escrita y natural, e invita a todos a que acudan a aquel en el cual, como en una copa, por el misterio de la encarnación tuvo lugar una mezcla admirable de la naturaleza divina y humana, unidas en una sola persona, aunque sin confundirse entre sí. Y clama por boca de ellos: «Los faltos de juicio, que vengan a mi. El insensato, que piensa en su interior que no hay Dios, renunciando a su impiedad, acérquese a mí por la fe, y sepa que yo soy el Creador y Señor de todas las cosas.

Y dice: Quiero hablar a los faltos de juicio: Venid a co­mer de mi pan y a beber el vino que he mezclado. Y, tan­to a los faltos de obras de fe como a los que tienen el deseo de una vida más perfecta, dice: «Venid, comed mi cuerpo, que es el pan que os alimenta y fortalece; bebed mi san­gre, que es el vino de la doctrina celestial que os deleita y os diviniza; porque he mezclado de manera admirable mi sangre con la divinidad, para vuestra salvación».

Jueves, VI semana

Proverbios 10,6-32

Abre tu boca a la palabra de Dios

San Ambrosio

Comentarios sobre los salmos 36, 65-66

En todo momento, tu corazón y tu boca deben meditar la sabiduría, y tu lengua proclamar la justicia, siempre debes llevar en el corazón la ley de tu Dios. Por esto, te dice la Escritura. Hablarás de ellas estando en casa y yen­do de camino, acostado y levantado. Hablemos, pues, del Señor Jesús, porque él es la sabiduría, él es la palabra, y Palabra de Dios.

Porque también está escrito: Abre tu boca a la pala­bra de Dios. Por él anhela quien repite sus palabras y las medita en su interior. Hablemos siempre de él. Si hablamos de sabiduría, él es la sabiduría; si de virtud, él es la virtud; si de justicia, él es la justicia; si de paz, él es la paz; si de la verdad, de la vida, de la redención, él es todo esto.

Está escrito: Abre tu boca a la palabra de Dios. Tú ábrela, que él habla. En este sentido dijo el salmista: Voy a escuchar lo que dice el Señor, y el mismo Hijo de Dios dice: Abre tu boca que te la llene. Pero no todos pueden percibir la sabiduría en toda su perfección, como Salomón o Daniel; a todos, sin embargo, se les infunde, según su capacidad, el espíritu de sabiduría, con tal de que tengan fe. Si crees, posees el espíritu de sabiduría.

Por esto, medita y habla siempre las cosas de Dios, es­tando en casa. Por la palabra casa podemos entender la iglesia o, también, nuestro interior, de modo que hable­mos en nuestro interior con nosotros mismos. Habla con prudencia, para evitar el pecado, no sea que caigas por tu mucho hablar. Habla en tu interior contigo mismo como quien juzga. Habla cuando vayas de camino, para que nunca dejes de hacerlo. Hablas por el camino si hablas en Cristo, porque Cristo es el camino. Por el camino, háblate a ti mismo, habla a Cristo. Atiende cómo tienes que ha­blarle: Quiero –dice– que los hombres recen en cualquier lugar alzando las manos limpias de iras y divisiones. Ha­bla, oh hombre, cuando te acuestes, no sea que te sor­prenda el sueño de la muerte. Atiende cómo debes hablar al acostarte: No daré sueño a mis ojos, ni reposo a mis párpados, hasta que encuentre un lugar para el Señor, una morada para el Fuerte de Jacob.

Cuando te levantes, habla también de él, y cumplirás así lo que se te manda. Fíjate cómo te despierta Cristo. Tu alma dice: Oigo a mi amado que llama, y Cristo res­ponde: Ábreme, amada mía. Ahora ve cómo despiertas tú a Cristo. El alma dice: ¡Muchachas de Jerusalén, os con­juro que no vayáis a molestar, que no despertéis al amor! El amor es Cristo.

Viernes, VI semana

Proverbios 15,8-9.16-17.25-26.29.33; 16,1-9; 17,5

El deseo del corazón tiende hacia Dios

San Agustín

Sobre la I Juan, trat. 4

¿Qué es lo que se nos ha prometido? Seremos semejan­tes a él, porque lo veremos tal cual es. La lengua ha ex­presado lo que ha podido; lo restante ha de ser meditado en el corazón. En comparación de aquel que es, ¿qué pudo decir el mismo Juan? ¿Y qué podremos decir nosotros, que tan lejos estamos de igualar sus méritos?

Volvamos, pues, a aquella unción de Cristo, a aquella unción que nos enseña desde dentro lo que nosotros no podemos expresar, y, ya que por ahora os es imposible la visión, sea vuestra tarea el deseo.

Toda la vida del buen cristiano es un santo deseo. Lo que deseas no lo ves todavía, mas por tu deseo te haces ca­paz de ser saciado cuando llegue el momento de la visión.

Supón que quieres llenar una bolsa, y que conoces la abundancia de lo que van a darte; entonces tenderás la bolsa, el saco, el odre o lo que sea; sabes cuán grande es lo que has de meter dentro y ves que la bolsa es estrecha, y por esto ensanchas la boca de la bolsa para aumentar su capacidad. Así Dios, difiriendo su promesa, ensancha el deseo; con el deseo, ensancha el alma y, ensanchándola, la hace capaz de sus dones.

Deseemos, pues, hermanos, ya que hemos de ser colma­dos. Ved de qué manera Pablo ensancha su deseo, para hacerse capaz de recibir lo que ha de venir. Dice, en efecto: No es que ya haya conseguido el premio, o que ya esté en la meta; hermanos, yo no pienso haber conseguido el premio.

¿Qué haces, pues, en esta vida, si aún no has consegui­do el premio? Sólo busco una cosa: olvidándome de lo que queda atrás y lanzándome hacia lo que está por delante, corro hacia la meta para ganar el premio, al que Dios des­de arriba me llama. Afirma de sí mismo que está lanzado hacia lo que está por delante y que va corriendo hacia la meta final. Es porque se sentía demasiado pequeño para captar aquello que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hom­bre puede pensar.

Tal es nuestra vida: ejercitarnos en el deseo. Ahora bien, este santo deseo está en proporción directa de nues­tro desasimiento de los deseos que suscita el amor del mundo. Ya hemos dicho, en otra parte, que un recipiente, para ser llenado, tiene que estar vacío. Derrama, pues, de ti el mal, ya que has de ser llenado del bien.

Imagínate que Dios quiere llenarte de miel; si estás lle­no de vinagre, ¿dónde pondrás la miel? Hay que vaciar primero el recipiente, hay que limpiarlo y lavarlo, aun­que cueste fatiga, aunque haya que frotarlo, para que sea capaz de recibir algo.

Y, así como decimos miel, podríamos decir oro o vino; lo que pretendemos es significar algo inefable: Dios. Y, cuando decimos «Dios», ¿qué es lo que decimos? Esta sola sílaba es todo lo que esperamos. Todo lo que podamos decir está, por tanto, muy por debajo de esa realidad; en­sanchemos, pues, nuestro corazón, para que, cuando ven­ga, nos llene, ya que seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es.

Sábado, VI semana

Proverbios 31,10-31

La esposa es el sol de la familia

Pío XII

Alocución a los recién casados 11 de marzo de 1942

La esposa viene a ser como el sol que ilumina a la fami­lia. Oíd lo que de ella dice la sagrada Escritura: Mujer hermosa deleita al marido, mujer modesta duplica su en­canto. El sol brilla en el cielo del Señor, la mujer bella, en su casa bien arreglada.

Sí, la esposa y la madre es el sol de la familia. Es el sol con su generosidad y abnegación, con su constante pron­titud, con su delicadeza vigilante y previsora en todo cuanto puede alegrar la vida a su marido y a sus hijos. Ella difunde en torno a sí luz y calor; y, si suele decirse de un matrimonio que es feliz cuando cada uno de los cónyuges, al contraerlo, se consagra a hacer feliz, no a sí mismo, sino al otro, este noble sentimiento e inten­ción, aunque les obligue a ambos, es sin embargo virtud principal de la mujer, que le nace con las palpitaciones de madre y con la madurez del corazón; madurez que, si recibe amarguras, no quiere dar sino alegrías; si recibe humillaciones, no quiere devolver sino dignidad y respeto, semejante al sol que, con sus albores, alegra la ne­bulosa mañana y dora las nubes con los rayos de su ocaso.

La esposa es el sol de la familia con la claridad de su mirada y con el fuego de su palabra; mirada y palabra que penetran dulcemente en el alma, la vencen y enter­necen y alzan fuera del tumulto de las pasiones, arras­trando al hombre a la alegría del bien y de la conviven­cia familiar, después de una larga jornada de continuado y muchas veces fatigoso trabajo en la oficina o en el campo o en las exigentes actividades del comercio y de la industria.

La esposa es el sol de la familia con su ingenua natura­leza, con su digna sencillez y con su majestad cristiana y honesta, así en el recogimiento y en la rectitud del espíritu como en la sutil armonía de su porte y de su vestir, de su adorno y de su continente, reservado y a la par afectuoso. Sentimientos delicados, graciosos ges­tos del rostro, ingenuos silencios y sonrisas, una condes­cendiente señal de cabeza, le dan la gracia de una flor selecta y sin embargo sencilla que abre su corola para recibir y reflejar los colores del sol.

¡Oh, si supieseis cuán profundos sentimientos de amor y de gratitud suscita e imprime en el corazón del padre de familia y de los hijos semejante imagen de esposa y de madre!