VII de Pascua

Ascensión del Señor

Efesios 4,1-24

Nadie asciende al cielo, sino el que desciende del cielo

San Agustín

Sermón sobre la Ascensión del Señor, Mai 98, 1-2

Nuestro Señor Jesucristo ascendió al cielo tal día como hoy; que nuestro corazón as­cienda también con él.

Escuchemos al Apóstol: Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra. Y así como él ascendió sin alejarse de nosotros, nosotros estamos ya allí con él, aun cuando todavía no se haya realizado en nuestro cuerpo lo que nos ha sido prometido.

Él fue ya exaltado sobre los cielos; pero sigue padeciendo en la tierra todos los traba­jos que nosotros, que somos sus miembros, experimentamos. De lo que dio testimonio cuando exclamó: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Así como, tuve hambre, y me disteis de comer.

¿Por qué no vamos a esforzarnos sobre la tierra, de modo que gracias a la fe, la espe­ranza y la caridad, con las que nos unimos con él, descansemos ya con él en los cielos? Mientras él está allí, sigue estando con nos­otros; y nosotros, mientras estamos aquí, podemos estar ya con él allí. Él realiza aquello con su divinidad, su poder y su amor; noso­tros, en cambio, aunque no podemos llevarlo a cabo como él con la divinidad, sí que pode­mos por el amor hacia él.

No se alejó del cielo, cuando descendió hasta nosotros; ni de nosotros, cuando regresó hasta él. Él mismo es quien asegura que estaba allí mientras estaba aquí: nadie subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre que está en el cielo.

Esto se refiere a la unidad, ya que es nues­tra cabeza, y nosotros su cuerpo. Y nadie, excepto él, podría decirlo, ya que nosotros estamos identificados con él, en virtud de que él, por nuestra causa, se hizo Hijo del hombre, y nosotros, por él, hemos sido hechos hijos de Dios.

En este sentido dice el Apóstol: Lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo. No dice: «Así es Cristo», sino: Así es también Cristo. Por tanto, Cristo es un solo cuerpo formado por muchos miembros.

Bajó, pues, del cielo por su misericordia, pero ya no subió él solo, puesto que nosotros subimos también en él por la gracia. Así, pues, Cristo descendió él solo, pero ya no ascendió él solo; no es que queramos confundir la dignidad de la cabeza con la del cuerpo, pero sí afirmamos que la unidad de todo el cuerpo pide que éste no sea separado de su cabeza.

Lunes VII semana del Tiempo Pascual

I Juan 4,1-10

El agua viva del Espíritu Santo

San Cirilo de Jerusalén

Catequesis sobre el Espíritu Santo 16 1,11-12,16

El agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna. Una nueva clase de agua que corre y salta; pero que salta en los que son dignos de ella.

¿Por qué motivo se sirvió del término agua, para denominar la gracia del Espíritu? Pues, porque el agua lo sostiene todo; porque es imprescindible para la hierba y los anima­les; porque el agua de la lluvia desciende del cielo, y además, porque desciende siempre de la misma forma y, sin embargo, produce efectos diferentes: Unos en las palmeras, otros en las vides, todo en todas las cosas. De por sí el agua no tiene más que un único modo de ser; por eso, la lluvia no transforma su na­turaleza propia para descender en modos distintos, sino que se acomoda a las exigencias de los seres que la reciben y da a cada cosa lo que le corresponde.

De la misma manera, también el Espíritu Santo, aunque es único, y con un solo modo de ser, e indivisible, reparte a cada uno la gracia según quiere. Y así como un tronco seco que recibe agua germina, del mismo modo el alma pecadora que, por la penitencia, se hace digna del Espíritu Santo, produce frutos de santidad. Y aunque no tenga más que un solo e idéntico modo de ser, el Espíritu, bajo el impulso de Dios y en nombre de Cristo, produce múltiples efectos.

Se sirve de la lengua de unos para el caris­ma de la sabiduría; ilustra la mente de otros con el don de la profecía; a éste le concede poder para expulsar los demonios; a aquél le otorga el don de interpretar las divinas Es­crituras. Fortalece, en unos, la templanza; en otros, la misericordia; a éste enseña a prac­ticar el ayuno y la vida ascética; a aquél, a dominar las pasiones; al otro, le prepara para el martirio. El Espíritu se manifiesta, pues, distinto en cada uno, pero nunca distinto de sí mismo, según está escrito: En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común.

Llega mansa y suavemente, se le experi­menta como finísima fragancia, su yugo no puede ser más ligero. Fulgurantes rayos de luz y de conocimiento anuncian su venida. Se acerca con los sentimientos entrañables de un auténtico protector: pues viene a salvar, a sanar, a enseñar, a aconsejar, a fortalecer, a consolar, a iluminar el alma primero, de quien le recibe; luego mediante éste, las de los demás.

Y, así como quien antes se movía en tinie­blas, al contemplar y recibir la luz del sol en sus ojos corporales, es capaz de ver claramente lo que poco antes no podía ver, de este modo, el que se ha hecho digno del don del Espíritu Santo, es iluminado en su alma y, elevado sobrenaturalmente, llega a percibir lo que antes ignoraba.

Martes VII semana del Tiempo Pascual

I Juan 4,11-21

La acción del Espíritu Santo

San Basilio el Grande

Libro sobre el Espíritu Santo 9,22-23

¿Quién, habiendo oído los nombres que se dan al Espíritu, no siente levantado su ánimo y no eleva su pensamiento hacia la naturaleza divina? Ya que es llamado Espíritu de Dios y Espíritu de verdad que procede del Padre; Espíritu firme, Espíritu generoso, Espíritu Santo son sus apelativos propios y peculiares.

Hacia él dirigen su mirada todos los que sienten necesidad de santificación; hacia él tiende el deseo de todos los que llevan una vida virtuosa, y su soplo es para ellos a manera de riego que los ayuda en la consecución de su fin propio y natural.

Él es fuente de santidad, luz para la inteli­gencia; él da a todo ser racional como una luz para entender la verdad.

Aunque inaccesible por naturaleza, se deja comprender por su bondad; con su acción lo llena todo, pero se comunica solamente a los que encuentra dignos, no ciertamente de ma­nera idéntica ni con la misma plenitud, sino distribuyendo su energía según la proporción de la fe.

Simple en su esencia y variado en sus dones, está íntegro en cada uno e íntegro en todas partes. Se reparte sin sufrir división, deja que participen en él, pero él permanece íntegro, a semejanza del rayo solar cuyos beneficios llegan a quien disfrute de él como si fuera único, pero, mezclado con el aire, ilumina la tierra entera y el mar.

Así el Espíritu Santo está presente en cada hombre capaz de recibirlo, como si sólo él existiera y, no obstante, distribuye a todos gracia abundante y completa; todo disfrutan de él en la medida en que lo requiere la natu­raleza de la criatura, pero no en la proporción con que él podría darse.

Por él los corazones se elevan a lo alto, por su mano son conducidos los débiles, por él los que caminan tras la virtud, llegan a la perfección. Es él quien ilumina a los que se han purificado de sus culpas y al comunicarse a ellos los vuelve espirituales.

Como los cuerpos limpios y transparentes se vuelven brillantes cuando reciben un rayo de sol y despiden de ellos mismos como una nueva luz, del mismo modo las almas porta­doras del Espíritu Santo se vuelven plena­mente espirituales y transmiten la gracia a los demás.

De esta comunión con el Espíritu procede la presciencia de lo futuro, la penetración de los misterios, la comprensión de lo oculto, la distribución de los dones, la vida sobrenatu­ral, el consorcio con los ángeles; de aquí pro­viene aquel gozo que nunca terminará, de aquí la permanencia en la vida divina, de aquí el ser semejantes a Dios, de aquí, finalmente lo más sublime que se puede desear: que el hombre llegue a ser como Dios.

Miércoles VII semana del Tiempo Pascual

I Juan 5,1-12

El Espíritu Santo enviado a la Iglesia

Vaticano II

Lumen Gen­tium 4 y 12

Consumada la obra que el Padre confió al Hijo en la tierra, fue enviado el Espíritu Santo en el día de Pentecostés, para que santificara a la Iglesia, y de esta forma los que creen en Cristo pudieran acercarse al Padre en un mismo Espíritu. Él es el Espíritu de la vida, o la fuente del agua que salta hasta la vida eterna, por quien vivifica el Padre a todos los muertos por el pecado hasta que resucite en Cristo sus cuerpos mortales.

El Espíritu habita en la Iglesia y en los co­razones de los fieles como en un templo, y en ellos ora y da testimonio de la adopción de hijos. Con diversos dones jerárquicos y caris­máticos dirige y enriquece con todos sus fru­tos a la Iglesia, a la que guía hacia toda verdad, y unifica en comunión y ministerio, enriqueciéndola con todos sus frutos.

Hace rejuvenecer a la Iglesia por la virtud del Evangelio, la renueva constantemente y la conduce a la unión consumada con su Es­poso. Pues el Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús: «Ven».

Así se manifiesta toda la Iglesia como una muchedumbre reunida por la unidad del Pa­dre y del Hijo y del Espíritu Santo.

La universalidad de los fieles que tiene la unción del Espíritu Santo, no puede fallar en su creencia, y ejerce ésta su peculiar propie­dad mediante el sentimiento sobrenatural de la fe de todo el pueblo, cuando desde el obispo hasta los últimos fieles seglares ma­nifiesta el asentimiento universal en las cosas de fe y de costumbres.

Con ese sentido de la fe que el Espíritu Santo mueve y sostiene, el pueblo de Dios, bajo la dirección del magisterio, al que sigue fidelísi­mamente, recibe no ya la palabra de los hom­bres, sino la verdadera palabra de Dios, se adhiere indefectiblemente a la fe que se transmitió a los santos de una vez para siempre, la penetra profundamente con rectitud de juicio y la aplica más íntegramente en la vida.

Además, el mismo Espíritu Santo no sola­mente santifica y dirige al pueblo de Dios por los sacramentos y los ministerios y lo enri­quece con las virtudes, sino que, repartiendo a cada uno en particular como a él le parece, re­parte entre los fieles gracias de todo género, incluso especiales, con que los dispone y pre­para para realizar variedad de obras y de oficios provechosos para la renovación y una más amplia edificación de la Iglesia, según aquellas palabras: En cada uno se mani­fiesta el Espíritu para el bien común.

Estos carismas, tanto los extraordinarios como los más sencillos y comunes, por el hecho de que son muy conformes y útiles a las necesidades de la Iglesia, hay que recibirlos con agradecimiento y consuelo.

Jueves VII semana del Tiempo Pascual

I Juan 5,13-21

Si no me voy, el Paráclito no vendrá a vosotros

San Cirilo de Alejandría

Comentario sobre el Evangelio de San Juan 10

Ya se había llevado a cabo el plan salvífico de Dios en la tierra; pero convenía que noso­tros llegáramos a ser coherederos con Cristo y partícipes de su naturaleza divina; esto es, que abandonásemos nuestra vida anterior para transformarla y conformarla a un nue­vo estilo de vida y de santidad. Esto sólo podía llevarse a efecto con la cooperación del Espíritu Santo.

Ahora bien, el tiempo más oportuno para la misión del Espíritu y su irrupción en noso­tros fue aquel que siguió a la marcha de nues­tro Salvador Jesucristo.

Pues mientras Cristo vivía corporalmente entre sus fieles, se les mostraba como el dis­pensador de todos sus bienes; pero cuando llegó la hora de regresar al Padre celestial, confirmó asistiendo a sus adoradores median­te su Espíritu, y habitando por la fe en nues­tros corazones. De este modo, poseyéndole en nosotros, podríamos llamarle con confian­za: «Abba, Padre», y cultivar con ahínco todas las virtudes, y juntamente hacer frente con valentía invencible a las asechanzas del diablo y los insultos de los hombres, como quienes cuentan con la fuerza poderosa del Espíritu.

Este mismo Espíritu transforma y tras­lada a una nueva condición de vida a los fie­les en que habita y tiene su morada. Esto pue­de ponerse fácilmente de manifiesto con tes­timonios tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento.

Así el piadoso Samuel a Saúl: Te invadirá el Espíritu de Yahveh, y te convertirás en otro hombre. Y San Pablo: Nosotros todos, que llevamos la cara descubierta, reflejamos la gloria del Señor, y nos vamos transformando en su imagen con resplandor creciente; así es como actúa el Señor, que es Espíritu.

No es difícil percibir cómo transforma el Espíritu la imagen de aquéllos en los que habita: del amor a las cosas terrenas el Espí­ritu nos conduce a la esperanza de las cosas del cielo; y de la cobardía y la timidez, a la valentía y generosa intrepidez de espíritu. Sin duda es así como encontramos a los dis­cípulos, animados y fortalecidos por el Es­píritu, de tal modo que no se dejaron vencer en absoluto por los ataques de los persegui­dores, sino que se adhirieron con todas sus fuerzas al amor de Cristo.

Se trata exactamente de lo que había di­cho el Salvador: Os conviene que yo me vaya al cielo. En ese tiempo, en efecto, descendería el Espíritu Santo.

Viernes VII semana del Tiempo Pascual

II Juan

Don del Padre en Cristo

San Hilario

Del Tratado sobre la Trinidad, lib. 2,1,33.35

El Señor mandó bautizar en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, esto es, en la profesión de fe en el Creador, en el Hijo único y en el que es llamado Don.

Uno solo es el Creador de todo, ya que uno solo es Dios Padre, de quien procede todo; y uno solo el Hijo único, nuestro Señor Jesucristo, por quien ha sido hecho todo; y uno solo el Espíritu, que a todos nos ha sido dado.

Todo, pues, se halla ordenado según la propia virtud y operación: un Poder del cual procede todo, un Hijo por quien existe todo, un Don que es garantía de nuestra esperanza consumada. Ninguna falta se halla en semejante perfección; dentro de ella, en el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo, se halla lo infinito en lo eterno, la figura en la imagen, la fruición en el don.

Escuchemos las palabras del Señor en persona, que nos describe cuál es la acción específica del Espíritu en nosotros; dice, en efecto: Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora. Os conviene, por tanto, que yo me vaya, porque, si me voy, os enviaré al Defensor.

Y también: Yo le pediré al Padre que os dé otro Defensor, que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad. Él os guiará hasta la verdad plena. Pues lo que hable no será suyo: hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir. Él me glorificará, porque recibirá de mí.

Esta pluralidad de afirmaciones tiene por objeto darnos una mayor comprensión, ya que en ellas se nos explica cuál sea la voluntad del que nos otorga su Don, y cuál la naturaleza de este mismo Don: pues, ya que la debilidad de nuestra razón nos hace incapaces de conocer al Padre y al Hijo y nos dificulta el creer en la encarnación de Dios, el Don que es el Espíritu Santo, con su luz, nos ayuda a penetrar en estas verdades.

Al recibirlo, pues, se nos da un conocimiento más profundo. Porque, del mismo modo que nuestro cuerpo natural, cuando se ve privado de los estímulos adecuados, permanece inactivo (por ejemplo, los ojos, privados de la luz, los oídos, cuando falta el sonido, y el olfato, cuando no hay ningún olor, no ejercen su función propia, no porque dejen de existir por la falta de estímulo, sino porque necesitan este estímulo para actuar), así también nuestra alma, si no recibe por la fe el Don que es el Espíritu, tendrá ciertamente una naturaleza capaz de entender a Dios, pero le faltará la luz para llegar a ese conocimiento. El Don de Cristo está todo entero a nuestra disposición, y se halla en todas partes, pero se da a proporción del deseo y de los méritos de cada uno. Este Don está con nosotros hasta el fin del mundo; él es nuestro solaz en este tiempo de expectación.

Sábado VII semana del Tiempo Pascual

III Juan

La unidad de la Iglesia se expresa en todas las lenguas

Anónimo

Sermones de un Autor africano del siglo VI

Hablaron en todas las lenguas. Así quiso Dios dar a entender la presencia del Espíritu Santo: haciendo que hablara en todas las lenguas quien le hubiese recibido. Debemos pensar, queridos hermanos, que éste es el Espíritu Santo por cuyo medio se difunde la caridad en nuestros corazones.

La caridad había de reunir a la Iglesia de Dios en todo el orbe de la tierra. Por eso, así como entonces un solo hombre, habiendo recibido el Espíritu Santo, podía hablar en todas las lenguas; ahora, en cambio, es la unidad misma de la Iglesia, congregada por el Espíritu Santo, la que habla en todos los idiomas.

Por tanto, si alguien dijera a uno de voso­tros: «Si has recibido el Espíritu Santo, ¿por qué no hablas en todos los idiomas?», deberás responderle: «Es cierto que hablo todos los idiomas: porque estoy en el cuerpo de Cristo, es decir en la Iglesia, que los habla todos. ¿Pues qué otra cosa quiso dar a entender Dios por medio de la presencia del Espíritu Santo, sino que su Iglesia hablaría en todas las lenguas?»

Se ha cumplido así lo prometido por el Señor: Nadie echa vino nuevo en odres viejos. A vino nuevo, odres nuevos, y así se conservan ambos.

Con razón, pues, empezaron algunos a decir cuando oían hablar en todas las lenguas: Es­tán bebidos. Se habían convertido ya en odres nuevos, renovados por la gracia de la santidad. De este modo, ebrios del nuevo vino del Espíritu Santo, podrían hablar fer­vientemente en todos los idiomas, y anunciar de antemano, con aquel maravilloso milagro, la propagación de la Iglesia católica por todos los pueblos y lenguas.

Celebrad, pues, este día como miembros que sois de la unidad del cuerpo de Cristo. No lo celebraréis en vano si sois efectivamente lo que estáis celebrando: miembros de aquella Iglesia que el Señor, al llenarla del Espíritu Santo, reconoce como suya en medio de un mundo en crecimiento, y por la que es a su vez reconocido. Como esposo no perdió a su propia esposa, ni nadie pudo substituírsela por otra.

Y a vosotros que procedéis de todos los pue­blos, y que sois la Iglesia de Cristo, los miem­bros de Cristo, el cuerpo de Cristo, os dice el Apóstol: Sobrellevaos mutuamente con amor, esforzaos en mantener la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz.

Notad cómo en el mismo momento nos mandó que nos soportáramos unos a otros y nos amásemos, y puso de manifiesto el vínculo de la paz al referirse a la esperanza de la unidad. Ésta es la casa de Dios levantada con piedras vivas, en la que se complace en habitar un padre de familia como éste, y cuyos ojos no deben jamás ofender la ruina de la división.

Domingo de Pentecostés

Romanos 8,5-27

El envío del Espíritu Santo

San Ireneo

Contra los herejes 3,17,1-3

El Señor dijo a los discípulos: Id y haced discípulos de to­dos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Con este mandato les daba el poder de regenerar a los hombres en Dios.

Dios había prometido por boca de sus profetas que en los últimos días derramaría su Espíritu sobre sus siervos y siervas, y que éstos profetizarían; por esto descendió el Espíritu Santo sobre el Hijo de Dios, que se había hecho Hijo del hombre, para así, permaneciendo en él, habitar en el género humano, reposar sobre los hombres y residir en la obra plasmada por las manos de Dios, realizando así en el hombre la voluntad del Padre y renovándolo de la antigua condición a la nueva, creada en Cristo.

Y Lucas nos narra cómo este Espíritu, después de la ascensión del Señor, descendió sobre los discípulos el día de Pentecostés, con el poder de dar a todos los hombres entrada en la vida y para dar su plenitud a la nueva alianza; por esto, todos a una, los discípulos alababan a Dios en todas las lenguas, al reducir el Espíritu a la unidad los pueblos distantes y ofrecer al Padre las primicias de todas las naciones.

Por esto el Señor prometió que nos enviaría aquel Defensor que nos haría capaces de Dios. Pues, del mismo modo que el trigo seco no puede convertirse en una masa compacta y en un solo pan, si antes no es humedecido, así también nosotros, que somos muchos, no podíamos convertirnos en una sola cosa en Cristo Jesús, sin esta agua que baja del cielo. Y, así como la tierra árida no da fruto, si no recibe el agua, así también nosotros, que éramos antes como un leño árido, nunca hubiéramos dado el fruto de la vida, sin esta gratuita lluvia de lo alto.

Nuestros cuerpos, en efecto, recibieron por el baño bautismal la unidad destinada a la incorrupción, pero nuestras almas la recibieron por el Espíritu.

El Espíritu de Dios descendió sobre el Señor, Espíritu de prudencia y sabiduría, Espíritu de consejo y de valentía, Espíritu de ciencia y temor del Señor, y el Señor, a su vez, lo dio a la Iglesia, enviando al Defensor sobre toda la tierra desde el cielo, que fue de donde dijo el Señor que había sido arrojado Satanás como un rayo; por esto necesitamos de este rocío divino, para que demos fruto y no seamos lanzados al fuego; y, ya que tenemos quien nos acusa, tengamos también un Defensor, pues que el Señor encomienda al Espíritu Santo el cuidado del hombre, posesión suya, que había caído en manos de ladrones, del cual se compadeció y vendó sus heridas, entregando después los dos denarios regios para que nosotros, recibiendo por el Espíritu la imagen y la inscripción del Padre y del Hijo, hagamos fructificar el denario que se nos ha confiado, retornándolo al Señor con intereses.

VI de pascua

VI Domingo del Tiempo Pascual

I Juan 1,1-10

Dios nos reconcilia en Cristo, y nos confía el ministerio de la reconciliación

San Cirilo de Alejandría

Comentario a la II carta a los Corintios 5,5 - 6,2

Los que poseen las arras del Espíritu y la esperanza de la resurrección, como si poseyeran ya aquello que esperan, pueden afirmar que desde ahora ya no conocen a nadie según la carne: todos, en efecto, somos espirituales y ajenos a la corrupción de la carne. Porque, desde el momento en que ha amanecido para nosotros la luz del Unigénito, somos transformados en la misma Palabra que da vida a todas las cosas. Y, si bien es verdad que cuando reinaba el pecado estábamos sujetos por los lazos de la muerte, al introducirse en el mundo la justicia de Cristo quedamos libres de la corrupción.

Por tanto, ya nadie vive en la carne, es decir, ya nadie está sujeto a la debilidad de la carne, a la que ciertamente pertenece la corrupción, entre otras cosas; en este sentido, dice el Apóstol: si alguna vez juzgamos a Cristo según la carne, ahora ya no. Es como quien dice: La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros, y, para que nosotros tuviésemos vida, sufrió la muerte según la carne, y así es como conocimos a Cristo; sin embargo, ahora ya no es así como lo conocemos. Pues, aunque retiene su cuerpo humano, ya que resucitó al tercer día y vive en el cielo junto al Padre, no obstante, su existencia es superior a la meramente carnal, puesto que murió de una vez para siempre y ya no muere más; la muerte ya no tiene dominio sobre él. Porque su morir fue un morir al pecado de una vez para siempre; y su vivir es un vivir para Dios.

Si tal es la condición de aquel que se convirtió para nosotros en abanderado y precursor de la vida, es necesario que nosotros, siguiendo sus huellas, formemos parte de los que viven por encima de la carne, y no en la carne. Por eso, dice con toda razón san Pablo: El que es de Cristo es una criatura nueva. Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado. Hemos sido, en efecto, justificados por la fe en Cristo, y ha cesado el efecto de la maldición, puesto que él ha resucitado para liberarnos, conculcando el poder de la muerte; y, además, hemos conocido al que es por naturaleza propia Dios verdadero, a quien damos culto en espíritu y en verdad, por mediación del Hijo, quien derrama sobre el mundo las bendiciones divinas que proceden del Padre.

Por lo cual, dice acertadamente san Pablo: Todo esto viene de Dios, que por medio de Cristo nos reconcilió consigo, ya que el misterio de la encarnación y la renovación consiguiente a la misma se realizaron de acuerdo con el designio del Padre. No hay que olvidar que por Cristo tenemos acceso al Padre, ya que nadie va al Padre, como afirma el mismo Cristo, sino por él. Y, así, todo esto viene de Dios, que por medio de Cristo nos reconcilió y nos encargó el ministerio de la reconciliación.

Lunes VI semana del Tiempo Pascual

I Juan 2,1-11

El mandamiento nuevo

Dídimo de Alejandría

Tratado sobre la Trinidad 2,12

En el bautismo nos renueva el Espíritu Santo como Dios que es, a una con el Padre y el Hijo, y nos devuelve desde el informe estado en que nos hallamos a la primitiva belleza, así como nos llena con su gracia de forma que ya no podemos ir tras cosa alguna que no sea deseable: nos libera del pecado y de la muerte; de terrenos, es decir, de hechos de tierra y polvo, nos convierte en espirituales, partícipes de la gloria divina, hijos y herederos de Dios Padre, configurados de acuerdo con la imagen de su Hijo, herederos con él, her­manos suyos, que habrán de ser glorificados con él y reinarán con él; en lugar de la tierra nos da el cielo y nos concede liberalmente el paraíso; nos honra más que a los ángeles; y con las aguas divinas de la piscina bautismal apaga la inmensa llama inextinguible del infierno.

En efecto, los hombres son concebidos dos veces, una corporalmente, la otra por el Espíritu divino. De ambas escribieron acertadamente los evangelistas, y yo estoy dispuesto a suscri­bir el nombre y la doctrina de cada uno.

Juan: A cuantos le recibieron, les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre. Éstos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios. Todos aquellos, dice, que cre­yeron en Cristo recibieron el poder de hacerse hijos de Dios, esto es del Espíritu Santo. Para que llegaran a ser de la misma naturaleza de Dios; honor con el que no se vieron honrados los ángeles. Y para poner de relieve que aquel Dios que engendra es el Espíritu Santo añadió con palabras de Cristo: Te lo aseguro, el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el reino de Dios.

Así, pues, de una manera visible, la pila bautismal da a luz nuestro cuerpo mediante el ministerio de los sacerdotes; de una manera espiritual, el Espíritu de Dios, invisible para cualquier inteligencia, bautiza en su propio nombre y regenera al mismo tiempo cuerpo y alma, con el ministerio de los ángeles.

Por lo que el Bautista, históricamente y de acuerdo con esta expresión de agua y de Espíritu, dijo a propósito de Cristo: Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego. Pues el vaso humano, como frágil que es, necesita primero purificarse con el agua y luego fortalecerse con el fuego espiritual y perfeccionarse con el fuego espiritual (Dios es, en efecto, un fuego devorador): y por esto necesitamos del Espíritu Santo, que es quien nos perfecciona y renueva: el fuego espiritual sabe efectivamente regar, y esta agua espiritual es capaz de fundir como el fuego.

Martes VI semana del Tiempo Pascual

I Juan 2,12-17

Cristo es el vínculo de la unidad

San Cirilo de Alejandría

Sobre el Evangelio de San Juan 11,11

Todos los que participamos de la sangre sagrada de Cristo alcanzamos la unión corporal con él, como atestigua san Pablo, cuando dice, refiriéndose al mis­terio del amor misericordioso del Señor: No había sido manifestado a los hombres en otros tiempos, como ha sido revelado ahora por el Espíritu a sus santos apóstoles y profetas: que también los gentiles son coherederos y partícipes de la promesa en Jesucristo.

Si, pues, todos nosotros formamos un mismo cuerpo en Cristo, y no sólo unos con otros, sino también en relación con aquel que se halla en nosotros gracias a su carne, ¿cómo no mostramos abiertamente todos nosotros esa unidad entre nosotros y en Cristo? Pues Cristo, que es Dios y hombre a la vez, es el vínculo de la unidad.

Y, si seguimos por el camino de la unión espiritual, habremos de decir que todos nosotros, una vez recibido el único y mismo Es­píritu, a saber, el Espíritu Santo, nos fundimos entre nosotros y con Dios. Pues aunque seamos muchos por separado, y Cristo haga que el Espíritu del Padre y suyo habite en cada uno de nosotros, ese Espíritu, único e indivisible, reduce por sí mismo a la unidad a quienes son distintos entre sí en cuanto subsisten en su respectiva singularidad, y hace que todos aparezcan como una sola cosa en sí mismo.

Y así como la virtud de la santa humanidad de Cristo hace que formen un mismo cuerpo todos aquellos en quienes ella se encuentra, pienso que de la misma manera el Espíritu de Dios que habita en todos, único e indivisible, los reduce a todos a la unidad espiritual.

Por esto nos exhorta también San Pablo: Sobrellevaos mutuamente con amor; esforzaos en mantener la unidad del Espíritu, con el vínculo de la paz. Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como una sola es la esperanza de la vocación a la que habéis sido convocados. Un Señor, una fe, un bautismo. Un Dios, Padre de todo, que lo trasciende todo, y lo penetra todo, y lo invade todo. Pues siendo uno solo el Espíritu que habita en nosotros, Dios será en nosotros el único Padre de todos por medio de su Hijo, con lo que redu­cirá a una unidad mutua y consigo a cuanto participa del Espíritu.

Ya desde ahora se manifiesta de alguna ma­nera el hecho de que estemos unidos por participación al Espíritu Santo. Pues si abando­namos la vida puramente natural y nos atenemos a las leyes espirituales, ¿no es evidente que hemos abandonado en cierta manera nuestra vida anterior, que hemos adquirido una configuración ce­lestial y en cierto modo nos hemos transfor­mado en otra naturaleza mediante la unión del Espíritu Santo con nosotros, y que ya no nos tenemos simplemente por hombres, sino como hijos de Dios y hombres celestiales, puesto que hemos llegado a ser participantes de la naturaleza divina?

De manera que todos nosotros ya no somos más que una sola cosa en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo: una sola cosa por identidad de condición, por la asimilación que obra el amor, por comunión de la santa humanidad de Cristo y por participación del único y santo Espíritu.

Miércoles VI semana del Tiempo Pascual

I Juan 2,18-29

Tiempo entre la resurrección y la ascensión del Señor

San León Magno

Sermón sobre la Ascensión del Señor 1,2-4

Aquellos días, queridos hermanos, que transcurrieron entre la resurrección del Señor y su ascensión no se perdieron ociosamente, sino que durante ellos se confirmaron grandes sacramentos, se revelaron grandes misterios.

En aquellos días se abolió el temor de la horrible muerte, y no sólo se declaró la inmor­talidad del alma, sino también la de la carne. Durante estos días, gracias al soplo del Señor, se infundió en todos los apóstoles el Espíritu Santo, y se le confió a San Pedro, después de las llaves del reino, el cuidado del redil del Señor, con autoridad sobre los demás.

Durante estos días, el Señor se juntó, como uno más, a los dos discípulos que iban de camino y los reprendió por su resistencia a creer, a ellos, que estaban temerosos y turbados, para disipar en nosotros toda tiniebla de duda. Sus corazones, por él iluminados, recibieron la llamad de la fe y se convirtieron de tibios en ardientes, al abrirles el Señor el sentido de las Escrituras. En la fracción del pan, cuando estaban sentados con él a la mesa, se abrieron también sus ojos, con lo cual tuvieron la dicha inmensa de poder contemplar su naturaleza glorificada.

Por tanto, amadísimos hermanos, durante todo este tiempo que media entre la resurrección del Señor y su ascensión, la providencia de Dios se ocupó en demostrar, insinuándose en los ojos y en el corazón de los suyos, que la resurrección del Señor Jesucristo era tan real como su nacimiento, pasión y muerte.

Por esto, los apóstoles y todos los discípulos, que estaban turbados por su muerte en la cruz y dudaban de su resurrección, fueron fortalecidos de tal modo por la evidencia de la verdad que, cuando el Señor subió al cielo, no sólo no experimentaron tristeza alguna, sino que se llenaron de gran gozo.

Y es que en realidad fue motivo de una inmensa e inefable alegría el hecho de que la naturaleza humana, en presencia de una santa multitud, ascendiera por encima de la dignidad de todas las criaturas celestiales, para ser elevada más allá de todos los ángeles, por encima de los mismos arcángeles, sin que ningún grado de elevación pudiera dar la medida de su exaltación, hasta ser recibida junto al Padre, entronizada y asociada a la gloria de aquel con cuya naturaleza divina se había unido en la persona del Hijo.

Jueves VI semana del Tiempo Pascual

I Juan 3,1-10

La Ascensión del Señor aumenta nuestra fe

San León Magno

Sermón sobre la Ascensión del Señor 2,1-4

Así como en la solemnidad de Pascua la resurrección del Señor fue para nosotros causa de alegría, así también ahora su ascensión al cielo nos es un nuevo motivo de gozo, al recordar y celebrar litúrgicamente el día en que la pequeñez de nuestra naturaleza fue elevada, en Cristo, por encima de todos los ejércitos celestiales, de todas las categorías de ángeles, de toda la sublimidad de las potestades, hasta compartir el trono de Dios Padre. Hemos sido establecidos y edificados por este modo de obrar divino, para que la gracia de Dios se manifestara más admirablemente, y así, a pesar de haber sido apartada de la vista de los hombres la presencia visible del Señor, por la cual se alimentaba el respeto de ellos hacia él, la fe se mantuviera firme, la esperanza inconmovible y el amor encendido.

En esto consiste, en efecto, el vigor de los espíritus verdaderamente grandes, esto es lo que realiza la luz de la fe en las almas verdaderamente fieles: creer sin vacilación lo que no ven nuestros ojos, tener fijo el deseo en lo que no puede alcanzar nuestra mirada. ¿Cómo podría nacer esta piedad en nuestros corazones, o cómo podríamos ser justificados por la fe, si nuestra salvación consistiera tan sólo en lo que nos es dado ver?

Así, todas las cosas referentes a nuestro Redentor, que antes eran visible, han pasado a ser ritos sacramentales; y, para que nuestra fe fuese más firme y valiosa, la visión ha sido sustituida por la instrucción, de modo que, en adelante, nuestros corazones, iluminados por la luz celestial, deben apoyarse en esta instrucción.

Esta fe, aumentada por la ascensión del Señor y fortalecida con el don del Espíritu Santo, ya no se amilana por las cadenas, la cárcel, el destierro, el hambre, el fuego, las fieras ni los refinados tormentos de los crueles perseguidores. Hombres y mujeres, niños y frágiles doncellas han luchado, en todo el mundo, por esta fe, hasta derramar su sangre. Esta fe ahuyenta a los demonios, aleja las enfermedades, resucita a los muertos.

Por esto los mismos apóstoles, que, a pesar de los milagros que habían contemplado y de las enseñanzas que habían recibido, se acobardaron ante las atrocidades de la pasión del Señor y se mostraron reacios a admitir el hecho de su resurrección, recibieron un progreso espiritual tan grande de la ascensión del Señor, que todo que antes era motivo de temor se les convirtió en motivo de gozo. Es que su espíritu estaba ahora totalmente elevado por la contemplación de la divinidad, sentada a la derecha del Padre; y al no ver el cuerpo del Señor podían comprender con mayor claridad que aquél no había dejado al Padre, al bajar a la tierra, ni había abandonado a sus discípulos, al subir al cielo.

Entonces, amadísimos hermanos, el Hijo del hombre se mostró, de un modo más excelente y sagrado, como Hijo de Dios, al ser recibido en la gloria de la majestad del Padre, y, al alejarse de nosotros por su humanidad, comenzó a estar presente entre nosotros de un modo nuevo e inefable por su divinidad.

Entonces nuestra fe comenzó a adquirir un mayor y progresivo conocimiento de la igualdad del Hijo con el Padre, y a no necesitar de la presencia palpable de la substancia corpórea de Cristo, según la cual es inferior al Padre; pues, subsistiendo la naturaleza del cuerpo glorificado por Cristo, la fe de los creyentes es llamada allí donde podrá tocar al Hijo único, igual al Padre, no ya con la mano, sino mediante el conocimiento espiritual.

Viernes VI semana del Tiempo Pascual

I Juan 3,11-17

Dos vidas

San Agustín

Sobre el evangelio de San Juan, trat. 124,5.7

La Iglesia sabe de dos vidas, ambas anunciadas y recomendadas por el Señor; de ellas, una se desenvuelve en la fe, otra en la visión; una durante el tiempo de nuestra peregrinación, la otra en las moradas eternas; una en medio de la fatiga, la otra en el descanso; una en el camino, la otra en la patria; una en el esfuerzo de la actividad, la otra en el premio de la contemplación.

La primera vida es significada por el apóstol Pedro, la segunda por el apóstol Juan. La primera se desarrolla toda ella aquí, hasta el fin de este mundo, que es cuando terminará; la segunda se inicia oscuramente en este mundo, pero su perfección se aplaza hasta el fin de él, y en el mundo futuro no tendrá fin. Por eso se le dice a Pedro: Sígueme, en cambio de Juan se dice: Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿a ti qué? Tú, sígueme. «Tú, sígueme por la imitación en soportar las dificultades de esta vida; él, que permanezca así hasta mi venida para otorgar mis bienes». Lo cual puede explicarse más claramente así: «Sígame una actuación perfecta, impregnada del ejemplo de mi pasión; pero la contemplación incoada permanezca así hasta mi venida para perfeccionarla».

El seguimiento de Cristo consiste, pues, en una amorosa y perfecta constancia en el sufrimiento, capaz de llegar hasta la muerte; la sabiduría, en cambio, permanecerá así, en estado de perfeccionamiento, hasta que venga Cristo para llevarla a su plenitud. Aquí, en efecto, hemos de tolerar los males de este mundo en el país de los mortales; allá, en cambio, contemplaremos los bienes del Señor en el país de la vida.

Aquellas palabras de Cristo: Si quiero que se quede hasta que yo venga, no debemos entenderlas en el sentido de permanecer hasta el fin o de permanecer siempre igual, sino en el sentido de esperar; pues lo que Juan representa no alcanza ahora su plenitud, sino que la alcanzará con la venida de Cristo. En cambio, lo que representa Pedro, a quien el Señor dijo: Tú, sígueme, hay que ponerlo ahora por obra, para alcanzar lo que esperamos. Pero nadie separa lo que significan estos dos apóstoles, ya que ambos estaban incluidos en lo que significaba Pedro y ambos estarían incluidos en lo que significaba Juan. El seguimiento del uno y la permanencia del otro eran un signo. Uno y otro, creyendo, toleraban los males de esta vida presente; uno y otro, esperando, confiaban alcanzar los bienes de la vida futura.

Y no sólo ellos, sino que toda la santa Iglesia, esposa de Cristo, hace lo mismo, luchando con las tentaciones presentes, para alcanzar la felicidad futura. Pedro y Juan fueron, cada uno, figura de cada una de estas dos vidas. Pero uno y otro caminaron por la fe, en la vida presente; uno y otro habían de gozar para siempre de la visión, en la vida futura.

Por esto, Pedro, el primero de los apóstoles, recibió las llaves del reino de los cielos, con el poder de atar y desatar los pecados, para que fuese el piloto de todos los santos, unidos inseparablemente al cuerpo de Cristo, en medio de las tempestades de esta vida; y, por esto, Juan, el evangelista, se reclinó sobre el pecho de Cristo, para significar el tranquilo puerto de aquella vida arcana.

En efecto, no sólo Pedro, sino toda la Iglesia ata y desata los pecados. Ni fue sólo Juan quien bebió, en la fuente del pecho del Señor, para enseñarla con su predicación, la doctrina acerca de la Palabra que existía en el principio y estaba en Dios y era Dios –y lo demás acerca de la divinidad de Cristo, y aquellas cosas tan sublimes acerca de la trinidad y unidad de dios, verdades todas estas que contemplaremos cara a cara en el reino, pero que ahora, hasta que venga el Señor, las tenemos que mirar como en un espejo y oscuramente–, sino que el Señor en persona difundió por toda la tierra este mismo Evangelio, para que todos bebiesen de él, cada uno según su capacidad.

Sábado VI semana del Tiempo Pascual

I Juan 3,18-24

Les he dado la gloria que Tú me diste

San Gregorio de Nisa

Homilía sobre el Cantar de los Cantares 15

Si el amor logra expulsar completamente al temor y éste, transformado, se convierte en amor, entonces veremos que la unidad es una consecuencia de la salvación, al permanecer todos unidos en la comunión con el solo y único bien, santificados en aquella paloma simbólica que es el Espíritu.

Este parece ser el sentido de las palabras que siguen: Una sola es mi paloma, sin defecto. Una sola, predilecta de su madre.

Esto mismo nos lo dice el Señor en el Evangelio aún más claramente: Al pronunciar la oración de bendición y conferir a sus discípulos todo su poder, también les otorgó otros bienes mientras pronunciaba aquellas admirables palabras con las que él se dirigió a su Padre. Entonces les aseguró que ya no se encontrarían divididos por la diversidad de opiniones al enjuiciar el bien, sino que permanecerían en la unidad, vinculados en la comunión con el solo y único bien. De este modo, como dice el Apóstol, unidos en el Espíritu Santo y en el vínculo de la paz, habrían de formar todos un solo cuerpo y un solo espíritu, mediante la única esperanza a la que habían sido llamados. Éste es el principio y el culmen de todos los bienes.

Pero será mucho mejor que examinemos una por una las palabras del pasaje evangélico: Para que todos sean uno como tú, Padre, en mí y yo en ti; que ellos también lo sean en nosotros.

El vínculo de esta unidad es la gloria. Por otra parte, si se examinan atentamente las palabras del Señor, se descubrirá que el Espíritu Santo es denominado gloria. Dice así, en efecto: Les di a ellos la gloria que me diste. Efectivamente les había dado aquella misma gloria, cuando les dijo: Recibid el Espíritu Santo.

Aunque el Señor había poseído siempre esta gloria, incluso antes de que el mundo existiese, la recibió, sin embargo, en el tiempo, al revestirse de la naturaleza humana; una vez que ésta fue glorificada por el Espíritu Santo, cuantos tienen algún parentesco con esta gloria, se convierten en partícipes del Espíritu, empezando por los apóstoles.

Por eso dijo: Les di a ellos la gloria que me diste, para que sean uno, como nosotros so­mos uno: yo en ellos y tú en mí; para que sean completamente uno. Por lo cual todo aquél que ha crecido hasta transformarse de niño en hombre perfecto, ha llegado a la madurez del conocimiento. Finalmente, liberado de todos los vicios y purificado, se hace capaz de la gloria del Espíritu Santo; éste es aquella paloma perfecta a la que se refiere el Esposo cuando dice: Una sola es mi paloma, sin defecto.

V de pascua

V Domingo de Pascua

Apocalipsis 18,21 - 19,10

Cristo, día sin ocaso

San Máximo de Turín

Sermón 53,1-2

La resurrección de Cristo destruye el poder del abismo, los recién bautizados renuevan la tierra, el Espíritu Santo abre las puertas del cielo. Porque el abismo, al ver sus puer­tas destruidas, devuelve los muertos, la tierra, renovada, germina resucitados y el cielo, abier­to, acoge a los que ascienden.

El ladrón es admitido en el paraíso, los cuer­pos de los santos entran en la ciudad santa y los muertos vuelven a tener su morada en­tre los vivos. Así, como si la resurrección de Cristo fuera germinando en el mundo, todos los elementos de la creación se ven arrebata­dos a lo alto.

El abismo devuelve sus cautivos al paraíso, la tierra envía al cielo a los que estaban se­pultados en su seno, y el cielo presenta al Señor a los que han subido desde la tierra: así, con un solo y único acto, la pasión del Salvador nos extrae del abismo, nos eleva por encima de lo terreno y nos coloca en lo más alto de los cielos.

La resurrección de Cristo es vida para los difuntos, perdón para los pecadores, gloria para los santos. Por esto el salmista invita a toda la creación a celebrar la resurrección de Cristo, al decir que hay que alegrarse y llenarse de gozo en este día en que actuó el Señor.

La luz de Cristo es día sin noche, día sin ocaso. Escucha al Apóstol que nos dice lo que sea este día: La noche está avanzada, el día se echa encima. La noche está avanzando, dice, porque no volverá más. Entiéndelo bien: una vez que ha amanecido la luz de Cristo, huyen las tinieblas del diablo y desaparece la ne­grura del pecado, porque el resplandor de Cristo destruye la tenebrosidad de las culpas pasadas.

Porque Cristo es aquel Día a quien el Día, su Padre, comunica el íntimo ser de la divi­nidad. Él es aquel Día, que dice por boca de Salomón: Yo hice nacer en el cielo una luz inextinguible.

Así como no hay noche que siga al día ce­leste, del mismo modo las tinieblas no pueden seguir la santidad de Cristo. El día ce­leste resplandece, brilla, fulgura sin cesar y no hay oscuridad que pueda con él. La luz de Cristo luce, ilumina, destella continuamente y las tinieblas del pecado no pueden recibirla: por ello dice el evangelista Juan: La luz brilló en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió.

Por ello, hermanos, hemos de alegrarnos en este día santo. Que nadie se sustraiga del gozo común a causa de la conciencia de sus peca­dos, que nadie deje de participar en la oración del pueblo de Dios, a causa del peso de sus faltas. Que nadie, por pecador que se sienta, deje de esperar el perdón en un día tan santo. Porque si el ladrón obtuvo el paraíso, ¿cómo no va a obtener el perdón el cristiano?

Lunes V semana del Tiempo Pascual

Apocalipsis 19,11-21

Primogénito de la nueva creación

San Gregorio de Nisa

Sermón sobre la resurrección de Cristo 1

Ha comenzado el reino de la vida y se ha disuelto el imperio de la muerte. Han apare­cido otro nacimiento, otra vida, otro modo de vivir, la transformación de nuestra misma naturaleza. ¿De qué nacimiento se habla? Del de aquellos que no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios.

¿Preguntas que cómo es esto posible? Lo explicaré en pocas palabras. Este nuevo ser lo en­gendra la fe; la regeneración del bautismo lo da a luz; la Iglesia, cual nodriza, lo amamanta con su doctrina e instituciones y con su pan celestial lo alimenta; llega a la edad madura con la santidad de vida; su matrimonio es la unión con la Sabiduría; sus hijos, la esperanza; su casa, el Reino; su herencia y sus riquezas, las delicias del paraíso; su desenlace no es la muerte, sino la vida eterna y feliz en la mansión de los santos.

Éste es el día en que actuó el Señor, día totalmente distinto de aquellos otros del co­mienzo de los siglos y que son medidos por el paso del tiempo. Este día es el principio de una nueva creación, porque, como dice el profeta, en este día Dios ha creado un cielo nuevo y una tierra nueva. ¿Qué cielo? El fir­mamento de la fe en Cristo. Y, ¿qué tierra ? El corazón bueno que, como dijo el Señor, es semejante a aquella tierra que se impregna con la lluvia que desciende sobre ella y pro­duce abundantes espigas.

En esta nueva creación, el sol es la vida pura; las estrellas son las virtudes; el aire, una conducta sin tacha; el mar, aquel abismo de generosidad, de sabiduría y de conocimiento de Dios; las hierbas y semillas, la buena doctrina y las enseñanzas divinas en las que el rebaño, es decir, el pueblo de Dios, encuentra su pasto; los árboles que llevan fruto son la observan­cia de los preceptos divinos.

En este día es creado el verdadero hombre, aquel que fue hecho a imagen y semejanza de Dios. ¿No es, por ventura, un nuevo mundo el que empieza para ti en este día en que actuó el Señor? ¿No habla de este día el Profeta, al decir que será un día y una noche que no tienen semejante?

Pero aún no hemos hablado del mayor de los privilegios de este día de gracia: lo más importante de este día es que él destruyó el dolor de la muerte y dio a luz el primogénito de entre los muertos, a aquel que hizo este admirable anuncio: Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro.

¡Oh mensaje lleno de felicidad y hermosura! El que por nosotros se hizo hombre seme­jante a nosotros, siendo el Unigénito del Padre, quiere convertirnos en sus hermanos y, al llevar su humanidad al Padre, arrastra tras de sí a todos los que ahora son ya de su raza.

Martes V semana del Tiempo Pascual

Apocalipsis 20,1-15

Yo soy la vid, vosotros los sarmientos

San Cirilo de Alejandría

Comentario al evangelio de San Juan 10,2

El Señor, para convencernos de que es nece­sario que nos adhiramos a él por el amor, ponderó cuán grandes bienes se derivan de nuestra unión con él, comparándose a sí mis­mo con la vid y afirmando que los que están unidos a él e injertados en su persona, vienen a ser como sus sarmientos y, al participar del Espíritu Santo, comparten su misma natura­leza (pues el Espíritu de Cristo nos une con él).

La adhesión de quienes se vinculan a la vid consiste en una adhesión de voluntad y de deseo; en cambio, la unión del Señor con noso­tros es una unión de amor y de inhabitación. Nosotros, en efecto, partimos de un buen de­seo y nos adherimos a Cristo por la fe; así llegamos a participar de su propia naturaleza y alcanzamos la dignidad de hijos adoptivos, pues, como lo afirmaba San Pablo, el que se une al Señor es un espíritu con él.

De la misma forma que en un lugar de la Escritura se dice de Cristo que es cimiento y fundamento (pues nosotros, se afirma, esta­mos edificados sobre él y, como piedras vivas y espirituales entramos en la construcción del templo del Espíritu, formando un sacerdocio sagrado, cosa que no sería posible si Cristo no fuera fundamento), así, de manera seme­jante, Cristo se llama a sí mismo vid, como si fuera la madre y nodriza de los sarmientos que proceden de él.

En él y por él hemos sido regenerados en el Espíritu para producir fruto de vida, no de aquella vida caduca y antigua, sino de la vida nueva que se funda en su amor. Y esta vida la conservaremos si perseveramos uni­dos a él y como injertados en su persona; si seguimos fielmente los mandamientos que nos dio y procuramos conservar los grandes bie­nes que nos confió, esforzándonos por no con­tristar, ni en lo más mínimo, al Espíritu que habita en nosotros, pues, por medio de él, Dios mismo tiene su morada en nuestro interior.

De qué modo nosotros estamos en Cristo y Cristo en nosotros nos lo pone en claro el evangelista Juan al decir: En esto conocemos que permanecemos en él y él en nosotros: en que nos ha dado de su Espíritu.

Pues, así como la raíz hace llegar su propia savia a los sarmientos, del mismo modo el Verbo unigénito de Dios Padre comunica a los santos una especie de parentesco consigo mismo y con el Padre, al darles parte en su propia naturaleza, y otorga su Es­píritu a los que están unidos con él por la fe: así les comunica una santidad inmensa, los nutre en la piedad y los lleva al conocimiento de la verdad y a la práctica de la virtud.

Miércoles V semana del Tiempo Pascual

Apocalipsis 21,1-8

Los cristianos en el mundo

Carta a Diogneto 5-6

Los cristianos no se distinguen de los demás hombres, ni por el lugar en que viven, ni por el lenguaje, ni por su modo de vida. Ellos, en efecto, no tienen ciudades propias, ni utilizan un hablar insólito, ni llevan un género de vida distinto. Su sistema doctrinal no ha sido inventado gracias al talento y especulación de hombres estudiosos, ni profesan, como otros, una enseñanza basada en autoridad de hombres.

Viven en ciudades griegas y bárbaras, según les cupo en suerte, siguen las costumbres de los habitantes del país, tanto en el vestir como en todo su estilo de vida y, sin embargo, dan muestras de un tenor de vida admirable y, a juicio de todos, increíble. Habitan en su propia patria, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña es patria para ellos, pero están en toda patria como en tierra extraña. Igual que todos, se casan y engendran hijos, pero no se deshacen de los hijos que conciben. Tienen la mesa en común, pero no el lecho.

Viven en la carne, pero no según la carne. Viven en la tierra, pero su ciudadanía está en el cielo. Obedecen las leyes establecidas, y con su modo de vivir superan estas leyes. Aman a todos, y todos los persiguen. Se los condena sin conocerlos. Se les da muerte, y con ello reciben la vida. Son pobres, y enriquecen a muchos; carecen de todo, y abundan en todo. Sufren la deshonra, y ello les sirve de gloria; sufren detrimento en su fama, y ello atestigua su justicia. Son maldecidos, y bendicen; son tratados con ignominia, y ellos, a cambio, devuelven honor. Hacen el bien, y son castigados como malhechores; y, al ser castigados a muerte, se alegran como si se les diera la vida. Los judíos los combaten como a extraños, y los gentiles los persiguen, y, sin embargo, los mismos que los aborrecen no saben explicar el motivo de su enemistad.

Para decirlo en pocas palabras: los cristianos son en el mundo lo que el alma es en el cuerpo. El alma, en efecto, se halla esparcida por todos los miembros del cuerpo; así también los cristianos se encuentran dispersos por todas las ciudades del mundo. El alma habita en el cuerpo, pero no procede del cuerpo; los cristianos viven en el mundo, pero no son del mundo. El alma invisible está encerrada en la cárcel del cuerpo visible; los cristianos viven visiblemente en el mundo, pero su religión es invisible. La carne aborrece y combate al alma, sin haber recibido de ella agravio alguno, sólo porque le impide disfrutar de los placeres; también el mundo aborrece a los cristianos, sin haber recibido agravio de ellos, porque se oponen a sus placeres.

El alma ama al cuerpo y a sus miembros, a pesar de que éste la aborrece; también los cristianos aman a lo que los odian. El alma está encerrada en el cuerpo, pero es ella la que mantiene unido al cuerpo; también los cristianos se hallan retenidos en el mundo como en una cárcel, pero ellos son los que mantienen la trabazón del mundo. El alma inmortal habita en una tienda mortal; también los cristianos viven como peregrinos en moradas corruptibles, mientras esperan la incorrupción celestial. El alma se perfecciona con la mortificación en el comer y beber; también los cristianos, constantemente mortificados, se multiplican más y más. Tan importante es el puesto que Dios les ha asignado, del que no les es lícito desertar.

Jueves V semana del Tiempo Pascual

Apocalipsis 21,9-27

La Eucaristía, pascua del Señor

San Gaudencio de Brescia

Tratado 2

Uno solo murió por todos; y este mismo es quien ahora por todas las iglesias, en el mis­terio del pan y del vino, inmolado, nos alimenta; creído, nos vivifica; consagrado, san­tifica a los que lo consagran.

Esta es la carne del Cordero, ésta la sangre. El pan mismo que descendió del cielo dice: El pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo. También su sangre está bien sig­nificada bajo la especie del vino, porque, al declarar él en el Evangelio: Yo soy la verda­dera vid, nos da a entender a las claras que el vino, que se ofrece en el sacramento de la pasión es su sangre; por eso, ya el patriarca Jacob había profetizado de Cristo, diciendo: Lava su ropa en vino y su túnica en sangre de uvas. Porque habrá de purificar en su propia sangre nuestro cuerpo, que es como la vestidura que ha tomado sobre sí.

El mismo Creador y Señor de la naturaleza, que hace que la tierra produzca pan, hace también del pan su propio cuerpo (porque así lo prometió y tiene poder para hacerlo), y el que convirtió el agua en vino, hace del vino su sangre.

Es la Pascua del Señor, afirmó, es decir, su paso, para que no se te ocurra pensar que continúe siendo terreno aquello por lo que pasó el Señor cuando hizo de ello su cuerpo y su sangre.

Lo que recibes es el cuerpo de aquel pan celestial y la sangre de aquella sagrada vid. Porque, al entregar a sus discípulos el pan y el vino consagrados, les dijo: Esto es mi cuer­po; esto es mi sangre. Creamos, pues, os pido, en quien pusimos nuestra fe. La verdad no sabe mentir.

Por eso cuando habló a las turbas estupe­factas sobre la obligación de comer su cuerpo y beber su sangre, y la gente empezó a mur­murar diciendo: Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?, para purificar con fuego del cielo aquellos pensa­mientos que, como dije antes, deben evitarse, añadió: El espíritu es quien da vida; la carne no sirve de nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida.

Viernes V semana del Tiempo Pascual

Apocalipsis 22,1-9

Primogénito de muchos hermanos

Beato Isaac de Stella

Sermón 42

Del mismo modo que, en el hombre, cabeza y cuerpo forman un solo hombre, así el Hijo de la Virgen y sus miembros constituyen también un solo hombre y un solo Hijo del hombre. El Cristo íntegro y total, como se desprende de la Escritura, lo forman la cabeza y el cuerpo. En efecto, todos los miembros juntos forman aquel único cuerpo que, unido a su cabeza, es el único Hijo del hombre quien, al ser también Hijo de Dios, es el único Hijo de Dios y forma con Dios el Dios único.

Por ello el cuerpo íntegro con su cabeza es Hijo del hombre, Hijo de Dios y Dios. Por eso se dice también: Padre, éste es mi deseo: que sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti.

Así, pues, de acuerdo con el significado de esta célebre afirmación de la Escritura, no hay cuerpo sin cabeza, ni cabeza sin cuerpo, ni Cristo total, cabeza y cuerpo, sin Dios.

Por tanto, todo ello con Dios forma un solo Dios. Pero el Hijo de Dios es Dios, por natu­raleza, y el Hijo del Hombre está unido a Dios personalmente; en cambio, los miembros del cuerpo de su Hijo están unidos con él solo místicamente. Por esto los miembros fieles y espirituales de Cristo se pueden lla­mar de verdad lo que es él mismo, es decir, Hijo de Dios y Dios. Pero lo que él es por naturaleza, éstos lo son por comunicación, y lo que él es en plenitud, éstos lo son por parti­cipación; finalmente, él es Hijo de Dios por generación y sus miembros lo son por adop­ción, como está escrito: Habéis recibido un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gri­tar «¡Abba!» (Padre).

Y por este mismo Espíritu les da poder para ser hijos de Dios, para que instruidos por aquél, que es el primogénito entre mu­chos hermanos, puedan decir: Padre nues­tro que estás en los cielos. Y en otro lugar afirma: Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro.

Nosotros renacemos de la fuente bautismal como hijos de Dios y cuerpo suyo en virtud de aquel mismo Espíritu del que nació el Hijo del Hombre, como cabeza nuestra, del seno de la Virgen. Y así como él nació sin pecado, del mismo modo nosotros renacemos para remisión de todos los pecados.

Pues, así como cargó en su cuerpo de carne con todos los pecados del cuerpo entero, y con ellos subió a la cruz, así también, mediante la gracia de la regeneración, hizo que a su cuerpo espiritual no se le imputase pecado alguno, como está escrito: Dichoso el hom­bre a quien el Señor no le apunta el delito. Este hombre, que es Cristo, es realmente di­choso, ya que, como Cristo-cabeza y Dios, per­dona el pecado, como Cristo-cabeza y hom­bre no necesita ni recibe perdón alguno y, como cabeza de muchos, logra que no se nos apunte el delito.

Justo en sí mismo, se justifica a sí mismo. Único Salvador y único salvado, sufrió en su cuerpo físico lo que limpia de su cuerpo místico por el agua. Y continúa salvando de nuevo por el madero y el agua, como Cordero de Dios que quita, que carga sobre sí, el pecado del mundo; sacerdote, sacrificio y Dios, que ofreciéndose a sí mismo, por sí mismo se reconcilió consigo mismo, con el Padre y con el Espíritu Santo.

Sábado V semana del Tiempo Pascual

Apocalipsis 22,10-21

El aleluya pascual

San Agustín

Comentario a los salmos 148,1-2

Toda nuestra vida presente debe discurrir en la alabanza de Dios, porque en ella consistirá la alegría sempiterna de la vida futura; y nadie puede hacerse idóneo de la vida futura, si no se ejercita ahora en esta alabanza. Ahora, alabamos a Dios, pero también le rogamos. Nuestra alabanza incluye la alegría, la oración, el gemido. Es que se nos ha prometido algo que todavía no poseemos, y, porque es veraz el que lo ha prometido, nos alegramos por la esperanza; mas, porque todavía no lo poseemos, gemimos por el deseo. Es cosa buena perseverar en este deseo, hasta que llegue lo prometido; entonces cesará el gemido y subsistirá únicamente la alabanza.

Por razón de estos dos tiempos –uno, el presente, que se desarrolla en medio de las pruebas y tribulaciones de esta vida, y el otro, el futuro, en el que gozaremos de la seguridad y alegría perpetuas–, se ha instituido la celebración de un doble tiempo, el de antes y el de después de Pascua. El que precede a la Pascua significa las tribulaciones que en esta vida pasamos; el que celebramos ahora, después de Pascua, significa la felicidad que luego poseeremos. Por tanto, antes de Pascua celebramos lo mismo que ahora vivimos; después de Pascua celebramos y significamos lo que aún no poseemos. Por esto, en aquel primer tiempo nos ejercitamos en ayunos y oraciones; en el segundo, el que ahora celebramos, descansamos de los ayunos y lo empleamos todo en la alabanza. Esto significa el Aleluya que cantamos.

En aquel que es nuestra cabeza, hallamos figurado y demostrado este doble tiempo. La pasión del Señor nos muestra la penuria de la vida presente, en la que tenemos que padecer la fatiga y la tribulación, y finalmente la muerte; en cambio, la resurrección y glorificación del Señor es una muestra de la vida que se nos dará.

Ahora, pues, hermanos, os exhortamos a la alabanza de Dios; y esta alabanza es la que nos expresamos mutuamente cuando decimos: Aleluya. «Alabad al Señor», nos decimos unos a otros; y así, todos hacen aquello a lo que se exhortan mutuamente. Pero procurad alabarlo con toda vuestra persona, esto es, no sólo vuestra lengua y vuestra voz deben alabar a Dios, sino también vuestro interior, vuestra vida, vuestras acciones.

En efecto, lo alabamos ahora, cuando nos reunimos en la iglesia; y, cuando volvemos a casa, parece que cesamos de alabarlo. Pero, si no cesamos en nuestra buena conducta, alabaremos continuamente a Dios. Dejas de alabar a Dios cuando te apartas de la justicia y de lo que a él le place. Si nunca te desvías del buen camino, aunque calle tu lengua, habla tu conducta; y los oídos de Dios atienden a tu corazón. Pues, del mismo modo que nuestros oídos escuchan nuestra voz, así los oídos de Dios escuchan nuestros pensamientos.