Semana XXV

Domingo, XXV semana

Ezequiel 24,15-27

Los cristianos débiles

San Agustín

Sermón sobre los pastores 46,13

No fortalecéis a las ovejas débiles, dice el Señor. Se lo dice a los malos pastores, a los pastores falsos, a los pastores que buscan su interés y no el de Jesucristo, que se aprovechan de la leche y la lana de las ovejas, mientras que no se preocupan de ellas ni piensan en fortalecer su mala salud. Pues me parece que hay alguna diferencia en­tre estar débil, o sea, no firme –ya que son débiles los que padecen alguna enfermedad–, y estar propiamente enfer­mo, o sea, con mala salud.

Desde luego que estas ideas que nos estamos esforzando por distinguir las podríamos precisar, por nuestra parte, con mayor diligencia, y por supuesto que lo haría mejor cualquier otro que supiera más o fuera más fervoroso; pero, de momento, y para que no os sintáis defraudados, voy a deciros lo que siento, como comentario a las pala­bras de la Escritura. Es muy de temer que al que se en­cuentra débil no le sobrevenga una tentación y le desmo­rone. Por su parte, el que está enfermo es ya esclavo de algún deseo que le está impidiendo entrar por el camino de Dios y someterse al yugo de Cristo.

Pensad en esos hombres que quieren vivir bien, que han determinado ya vivir bien, pero que no se hallan tan dispuestos a sufrir males, como están preparados a obrar el bien. Sin embargo, la buena salud de un cristiano le debe llevar no sólo a realizar el bien, sino también a so­portar el mal. De manera que aquellos que dan la impre­sión de fervor en las buenas obras, pero que no se hallan dispuestos o no son capaces de sufrir los males que se les echan encima, son en realidad débiles. Y aquellos que aman el mundo y que por algún mal deseo se alejan de las buenas obras, éstos están delicados y enfermos, puesto que, por obra de su misma enfermedad, y como si se halla­ran sin fuerza alguna, son incapaces de ninguna obra buena.

En tal disposición interior se encontraba aquel paralítico al que, como sus portadores no podían introducirle ante la presencia del Señor, hicieron un agujero en el te­cho, y por allí lo descolgaron. Es decir, para conseguir lo mismo en lo espiritual, tienes que abrir efectivamente el techo y poner en la presencia del Señor el alma paralítica, privada de la movilidad de sus miembros y desprovista de cualquier obra buena, gravada además por sus pecados y languideciendo a causa del morbo de su concupiscencia. Si, efectivamente, se ha alterado el uso de todos sus miem­bros y hay una auténtica parálisis interior, si es que quie­res llegar hasta el médico –quizás el médico se halla ocul­to, dentro de ti: este sentido verdadero se halla oculto en la Escritura–, tienes que abrir el techo y depositar en pre­sencia del Señor al paralítico, dejando a la vista lo que está oculto.

En cuanto a los que no hacen nada de esto y descuidan hacerlo, ya habéis oído las palabras que les dirige el Señor: No curáis a las enfermas, ni vendáis sus heridas; ya lo he­mos comentado. Se hallaba herida por el miedo a la prue­ba. Había algo para vendar aquella herida; estaba aquel consuelo: Fiel es Dios, y no permitirá él que la prueba su­pere vuestras fuerzas. No, para que sea posible resistir, con la prueba dará también la salida.

Lunes, XXV semana

Ezequiel 34,1-6.11-16.23-31

Insiste a tiempo y a destiempo

San Agustín

Sermón sobre los pastores 46,14-15

No recogéis a las descarriadas, ni buscáis a las perdi­das. En este mundo andamos siempre entre las manos de los ladrones y los dientes de los lobos feroces y, a causa de estos peligros nuestros, os rogamos que oréis. Además, las ovejas son obstinadas. Cuando se extravían y las busca­mos, nos dicen, para su error y perdición, que no tienen nada que ver con nosotros: «¿Para qué nos queréis? ¿Para qué nos buscáis?» Como si el hecho de que anden errantes y en peligro de perdición no fuera precisamente la causa de que vayamos tras de ellas y las busquemos. «Si ando errante –dicen–, si estoy perdida, ¿para qué me quieres? ¿Para qué me buscas?» Te quiero hacer volver precisamen­te porque andas extraviada; quiero encontrarte porque te has perdido.

«¡Pero si yo quiero andar así, quiero así mi perdición!» ¿De veras así quieres extraviarte, así quieres perderte? Pues tanto menos lo quiero yo. Me atrevo a decirlo, estoy dispuesto a seguir siendo inoportuno. Oigo al Apóstol que dice: Proclama la palabra, insiste a tiempo y a destiempo. ¿A quiénes insistiré a tiempo, y a quiénes a destiempo? A tiempo, a los que quieren escuchar; a destiempo, a quie­nes no quieren. Soy tan inoportuno que me atrevo a decir: «Tú quieres extraviarte, quieres perderte, pero yo no quiero.» Y, en definitiva, no lo quiere tampoco aquel a quien yo temo. Si yo lo quisiera, escucha lo que dice, es­cucha su increpación: No recogéis a las descarriadas, ni buscáis a las perdidas. ¿Voy a temerte más a ti que a él mismo? Todos tendremos que comparecer ante el tribunal de Cristo.

De manera que seguiré llamando a las que andan errantes y buscando a las perdidas. Lo haré, quieras o no quieras. Y, aunque en mi búsqueda me desgarren las zar­zas del bosque, no dejaré de introducirme en todos los es­condrijos, no dejaré de indagar en todas las matas; mien­tras el Señor a quien temo me dé fuerzas, andaré de un lado a otro sin cesar. Llamaré mil veces a la errante, bus­caré a la que se halla a punto de perecer. Si no quieres que sufra, no te alejes, no te expongas a la perdición. No tiene importancia lo que yo sufra por tus extravíos y tus riesgos. Lo que temo es llegar a matar a la oveja sana, si te descuido a ti. Pues oye lo que se dice a continuación: Matáis las ovejas más gordas. Si echo en olvido a la que se extravía y se expone a la perdición, la que está sana sentirá también la tentación de extraviarse y de ponerse en peligro de perecer.

Martes, XXV semana

Ezequiel 36,16-36

La Iglesia, como una vid que crece y se difunde por doquier

San Agustín

Sermón sobre los pastores 46,18-19

Mis ovejas se desperdigaron y vagaron sin rumbo por montes y altos cerros; mis ovejas se dispersaron por toda la tierra. ¿Qué quiere decir: Se dispersaron por toda la tierra? Son las ovejas que apetecen las cosas terrenas y, porque aman y están prendadas de las cosas que el mun­do estima, se niegan a morir, para que su vida quede escondida en Cristo. Por toda la tierra, porque se trata del amor de los bienes de la tierra, y de ovejas que andan errantes por toda la superficie de la tierra. Se encuentran en distintos sitios; pero la soberbia las engendró a todas como única madre, de la misma manera que nuestra úni­ca madre, la Iglesia católica, concibió a todos los fieles cristianos esparcidos por el mundo entero.

No tiene, por tanto, nada de sorprendente que la sober­bia engendre división, del mismo modo que la caridad en­gendra la unidad. Sin embargo, es la misma madre católica y el pastor que mora en ella quienes buscan a los desca­rriados, fortalecen a los débiles, curan a los enfermos y vendan a los heridos, por medio de diversos pastores, aun­que unos y otros no se conozcan entre sí. Pero ella sí que los conoce a todos, puesto que con todos está identificada.

Efectivamente, la Iglesia es como una vid que crece y se difunde por doquier; mientras que las ovejas descarriadas son como sarmientos inútiles, cortados a causa de su esterilidad por la hoz del labrador, no para destruir la vid, sino para purificarla. Los sarmientos aquellos, allí donde fueron podados, allí se quedan. La vid, en cambio, sigue creciendo por todas partes, sin ignorar ni uno solo de los sarmientos que permanecen en ella, de los que junto a ella quedaron podados.

Por eso, precisamente, sigue llamando a los alejados, ya que el Apóstol dice de las ramas arrancadas: Dios tiene poder para injertarlos de nuevo. Lo mismo si te refieres a las ovejas que se alejaron del rebaño, que si piensas en las ramas arrancadas de la vid, Dios no es menos capaz de volver a llamar a las unas y de volver a injertar a las otras, porque él es el supremo pastor, el verdadero labrador. Mis ovejas se dispersaron por toda la tierra, sin que nadie, de aquellos malos pastores, las buscase siguiendo su rastro.

Por eso, pastores, escuchad la palabra del Señor: ¡Lo juro por mi vida! –oráculo del Señor–. Fijaos cómo comienza. Es como si Dios jurase con el testimonio de su vida. ¡Lo juro por mi vida! –oráculo del Señor–. Los pas­tores murieron, pero las ovejas están seguras, porque el Señor vive. Por mi vida –oráculo del Señor–. ¿Y quié­nes son los pastores que han muerto? Los que buscaban su interés y no el de Cristo. ¿Pero es que llegará a haber y se podrá encontrar pastores que no busquen su propio interés, sino el de Cristo? Los habrá sin duda, se los en­contrará con seguridad, ni faltan ni faltarán.

Miércoles, XXV semana

Ezequiel 37,1-14

Haced lo que os digan, pero no hagáis lo que hacen

San Agustín

Sermón sobre los pastores 46,20-21

Por eso, pastores, escuchad la palabra del Señor. ¿Pero qué es lo que tienen que escuchar? Esto dice el Señor: «Me voy a enfrentar con los pastores; les reclamaré mis ovejas».

Oíd y aprended, ovejas de Dios: Dios reclama sus ove­jas a los malos pastores y los culpa de su muerte. Pues, por boca del mismo profeta, dice en otra ocasión: A ti, hijo de Adán, te he puesto de atalaya en la casa de Israel; cuando escuches palabra de mi boca, les darás la alarma de mi parte. Si yo digo al malvado: «¡Malvado, eres reo de muerte!», y tú no hablas poniendo en guardia al malvado para que cambie de conducta, el malvado morirá por su culpa, pero a ti te pediré cuenta de su sangre; pero, si tú pones en guardia al malvado para que cambie de conduc­ta, si no cambia de conducta, él morirá por su culpa, pero tú has salvado la vida.

¿Qué significa esto, hermanos? ¿Os dais cuenta lo peli­groso que puede resultar callarse? El malvado muere, y muere con razón; muere en su pecado y en su impiedad; pero lo ha matado la negligencia del mal pastor. Pues po­dría haber encontrado al pastor que vive y que dice: Por mi vida, oráculo del Señor; pero, como fue negligente el que recibió el encargo de amonestarlo y no lo hizo, él mo­rirá con razón, y con razón se condenará el otro. En cam­bio, como dice el texto sagrado: «Si advirtieses al impío, al que yo hubiese amenazado con la muerte: Eres reo de muerte, y él no se preocupa de evitar la espada amenaza­dora, y viene la espada y acaba con él, él morirá en su pe­cado, y tú, en cambio, habrás salvado tu alma». Por eso precisamente, a nosotros nos toca no callarnos; mas voso­tros, en el caso de que nos callemos, no dejéis de escuchar las palabras del Pastor en las sagradas Escrituras.

Veamos, pues, ahora, ya que así lo había yo propuesto, si va a quitarles las ovejas a los malos pastores y a dárselas a los buenos. Y veo, efectivamente, que se las quita a los malos. Esto es lo que dice: «Me voy a enfrentar con los pastores; les reclamaré mis ovejas, los quitaré de pastores de mis ovejas. Porque, cuando digo que apacienten a mis ovejas, se apacientan a sí mismos, y no a mis ovejas. Los quitaré de pastores de mis ovejas».

¿Y cómo se las quita, para que no las apacienten? Ha­ced lo que os digan, pero no hagáis lo que hacen. Como si dijera: «Dicen mis cosas, pero hacen las suyas». Cuando no hacéis lo que hacen los malos pastores, no son ellos los que os apacientan; cuando, en cambio, hacéis lo que os di­cen, soy yo vuestro pastor.

Jueves, XXV semana

Ezequiel 37,15-28

Apacentaré a mis ovejas en ricos pastizales

San Agustín

Sermón sobre los pastores 7 46,24-25.27

Las sacaré de entre los pueblos, las congregaré de los países, las traeré a su tierra, las apacentaré en los montes de Israel. Compara a los autores de las sagradas Escritu­ras con los montes de Israel. En ellas habéis de apacentaos para pacer con seguridad. Saboread bien cuanto en ellas oigáis; rechazad cuanto venga de fuera. Para no extraviaros en la tiniebla, escuchad la voz del pastor. Reco­géos en los montes de la sagrada Escritura. En ella se en­cuentran las delicias de vuestro corazón, en ella no hay nada venenoso, nada extraño; son pastos ubérrimos. Lo único que tenéis que hacer, las que estáis sanas, es acudir a apacentaros en los montes de Israel.

En las cañadas y en los poblados del país. Porque de los montes, de los que hemos hablado, manaron los ríos de la predicación evangélica, ya que a toda la tierra al­canza su pregón, y la tierra entera se volvió abundante fecunda para pasto de las ovejas.

Las apacentaré en ricos pastizales, tendrán sus dehesas en los montes más altos de Israel, o sea, donde puedan descansar y decir: «Se está bien»; donde digan: «Es ver­dad, está claro, no nos han engañado.» Descansarán en la gloria de Dios, como si fueran sus dehesas. Se recostarán, es decir, descansarán, en fértiles dehesas.

Y pastarán pastos jugosos en los montes de Israel. Ya hablé de los montes de Israel, de los buenos montes a los que levantamos nuestros ojos para que desde ellos descie­nda sobre nosotros el auxilio. Pero nuestro auxilio viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra. Por eso, para que nuestra esperanza no se detuviese en los montes, por buenos que fueran, después de decir: Apacentaré a mis ovejas en los montes de Israel, añadió en seguida, para que no te quedases en los montes: Yo mismo apacentaré mis ovejas. Levanta tus ojos hacia los montes, de donde habrá de venir tu auxilio, pero escúchale decir: Yo mismo las apacentaré. Porque tu auxilio viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra.

Y concluye así: Y las apacentaré como es debido. Es el único que las apacienta, y que las apacienta como es debido. ¿Qué hombre puede juzgar debidamente a otro hombre? No hay por todas partes más que juicios teme­rarios. Aquel del que desesperábamos cambia de repen­te y se convierte en el mejor. Aquel, por el contrario, del que tanto esperábamos falla súbitamente y se vuelve el peor. Ni nuestro temor ni nuestro amor son siempre acertados.

Lo que hoy es cada uno, apenas si uno mismo lo sabe. Aunque, en definitiva, puede llegar a saberlo. Pero, lo que va a ser mañana, ni uno mismo lo sabe. Aquél, en cambio, apacienta a sus ovejas como es debido, dándoles a cada una lo suyo; esto a éstas, aquello a aquéllas, pero siempre a cada una lo que es debido, pues sabe lo que hace. Apacienta como es debido a los que redimió después de haberlos juzgado. Eso es lo que quiere decir que los apacienta como es debido.

Viernes, XXV semana

Ezequiel 40,1-4; 43,1-12; 44,6-9

Todos los buenos pastores se identifican con el único pastor

San Agustín

Sermón sobre los pastores 46,29-30

Cristo apacienta a sus ovejas debidamente, discierne a las que son suyas de las que no lo son. Mis ovejas escu­chan mi voz –dice– y me siguen.

En estas palabras descubro que todos los buenos pasto­res se identifican con este único pastor. No es que falten buenos pastores, pero todos son como los miembros del único pastor. Si hubiera muchos pastores, habría divi­sión, y, porque aquí se recomienda la unidad, se habla de un único pastor. Si se silencian los diversos pastores y se habla de un único pastor, no es porque el Señor no encontrara a quien encomendar el cuidado de sus ovejas, pues cuando encontró a Pedro las puso bajo su cuidado. Pero incluso en el mismo Pedro el Señor recomendó la unidad. Eran muchos los apóstoles, pero sólo a Pedro se le dice: Apacienta mis ovejas. Dios no quiera que falten nunca buenos pastores, Dios no quiera que lleguemos a vernos faltos de ellos; ojalá no deje el Señor de suscitar­los y consagrarlos.

Ciertamente que, si existen buenas ovejas, habrá tam­bién buenos pastores, pues de entre las buenas ovejas sa­len los buenos pastores. Pero hay que decir que todos los buenos pastores son, en realidad, como miembros del úni­co pastor y forman una sola cosa con él. Cuando ellos apacientan, es Cristo quien apacienta. Los amigos del esposo no pretenden hacer oír su propia voz, sino que se complacen en que se oiga la voz del esposo. Por esto, cuando ellos apacientan, es el Señor quien apacienta; aquel Señor que puede decir por esta razón: «Yo mismo apacien­to», porque la voz y la caridad de los pastores son la voz y la caridad del mismo Señor. Ésta es la razón por la que quiso que también Pedro, a quien encomendó sus propias ovejas como a un semejante, fuera una sola cosa con él: así pudo entregarle el cuidado de su propio rebaño, siendo Cristo la cabeza y Pedro como el símbolo de la Iglesia que es su cuerpo; de esta manera, fueron dos en una sola car­ne, a semejanza de lo que son el esposo y la esposa.

Así, pues, para poder encomendar a Pedro sus ovejas, sin que con ello pareciera que las ovejas quedaban encomendadas a otro pastor distinto de sí mismo, el Señor le pregunta: «Pedro, ¿me amas?» Él respondió: «Te amo». Y le dice por segunda vez: «¿Me amas?» Y respondió: «Te amo». Y le pregunta aun por tercera vez: «¿Me amas?» Y respondió: «Te amo». Quería fortalecer el amor para reforzar así la unidad. De este modo, el que es único apa­cienta a través de muchos, y los que son muchos apacien­tan formando parte del que es único.

Y parece que no se habla de los pastores, pero sí se ha­bla. Los pastores pueden gloriarse, pero el que se gloría que se gloríe del Señor. Esto es hacer que Cristo sea el pastor, esto es apacentar para Cristo, esto es apacentar en Cristo, y no tratar de apacentarse a sí mismo al margen de Cristo. No fue por falta de pastores –como anunció el profeta que ocurriría en futuros tiempos de desgracia– que el Señor dijo: Yo mismo apacentaré a mis ovejas, como si dijera: «No tengo a quien encomendarlas». Por­que, cuando todavía Pedro y los demás apóstoles vivían en este mundo, aquel que es el único pastor, en el que todos los pastores son uno, dijo: Tengo otras ovejas que no son de este redil; también a ésas las tengo que traer, y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño y un solo Pastor.

Que todos se identifiquen con el único pastor y hagan oír la única voz del pastor, para que la oigan las ovejas y sigan al único pastor, y no a éste o a aquél, sino al único. Y que todos en él hagan oír la misma voz, y que no tenga cada uno su propia voz: Os ruego, hermanos, en nombre de nuestro Señor Jesucristo: ponéos de acuerdo y no an­déis divididos. Que las ovejas oigan esta voz, limpia de toda división y purificada de toda herejía, y que sigan a su pastor, que les dice: Mis ovejas escuchan mi voz y me siguen.

Sábado, XXV semana

Ezequiel 47,1-12

El correr de las acequias alegra la ciudad de Dios

San Hilario

Tratado sobre los salmos 64,14-15

La acequia de Dios va llena de agua, preparas los trigales. No hay duda de qué acequia se trata, pues dice el salmista: El correr de las acequias alegra la ciudad de Dios. Y el mismo Señor dice en los evangelios: El que beba del agua que yo le daré, de sus entrañas manarán torrentes de agua viva, que salta hasta la vida eterna. Y en otro lugar: El que cree en mí, como dice la Escritura, de sus entrañas manarán torrentes de agua viva. Decía esto refiriéndose al Espíritu que habían de recibir los que creyeran en él. Así, pues, esta acequia está llena del agua de Dios. Pues, efectivamente, nos hallamos inundados por los dones del Espíritu Santo, y la corriente que rebosa del agua de Dios se derrama sobre nosotros desde aquella fuente de vida. También encontramos ya prepa­rado nuestro alimento.

¿Y de qué alimento se trata? De aquel mediante el cual nos preparamos para la unión con Dios, ya que, mediante la comunión eucarística de su santo cuerpo, tendremos, más adelante, acceso a la unión con su cuerpo santo. Y es lo que el salmo que comentamos da a entender, cuando dice: Preparas los trigales; porque este alimento ahora nos salva y nos dispone además para la eternidad.

A nosotros, los renacidos por el sacramento del bautis­mo, se nos concede un gran gozo, ya que experimentamos en nuestro interior las primicias del Espíritu Santo, cuan­do penetra en nosotros la inteligencia de los misterios, el conocimiento de la profecía, la palabra de sabiduría, la firmeza de la esperanza, los carismas medicinales y el dominio sobre los demonios sometidos. Estos dones nos pe­netran como llovizna y, recibidos, proliferan en multi­plicidad de frutos.